Los tres siglos de gestación de las reformas conciliares
Por el Padre Francesco Ricossa
Importancia de la cuestión litúrgica
La Liturgia, considerada en general, es el conjunto de símbolos, cantos y actos por medio de los cuales la Iglesia expresa y manifiesta su religión para con Dios” (Dom Guéranger, “Instituciones Litúrgicas”).
Esta definición de la Sagrada Liturgia nos permite mensurar la importancia capital del culto público que la Iglesia tributa a Dios.
En el Antiguo Testamento Dios mismo se hizo, por así decirlo, liturgista, precisando en los más pequeños detalles el culto que debían tributarle quienes lo honraran (cfr. Levítico y también Pío XII, “Mediator Dei”, 12).
Una tal importancia para un culto que no era más que la sombra (Hebreos, X, 1) de aquel sublime del Nuevo Testamento; el cual, por Voluntad de Jesús, Sumo Sacerdote, debe perdurar hasta el fin del mundo por medio de Su Iglesia…!
En la Divina Liturgia de la Iglesia Católica todo es grande, todo es sublime, hasta los más pequeños detalles; es esta verdad la que hizo pronunciar a Santa Teresa de Ávila aquellas célebres palabras: “Daría mi vida por la más pequeña de las ceremonias de la Santa Iglesia”.
Que el lector no se sorprenda entonces de la importancia que daremos en este artículo a las rúbricas litúrgicas, ni de la atención que prestaremos a las “reformas” (que se podrían juzgar menores) que precedieron a las del Concilio Vaticano II.
Por otra parte, los enemigos de la Iglesia siempre han sido concientes de la importancia de la Liturgia; ¿habrá que recordar que, desde siempre, la corrupción de la Liturgia fue un medio para los herejes de atentar contra la misma Fe?
Fue así con las antiguas herejías cristológicas, y después, poco a poco, con el luteranismo y el anglicanismo del siglo XVI, con las reformas iluministas y jansenistas del siglo XVIII… para concluir en el mismo Con-cilio Vaticano II, que comenzó sus trabajos de “Reforma” precisamente con el esquema so-bre Liturgia, desembocando en el “Novus Ordo Missæ”.
Orígenes de la “Reforma” litúrgica del Vaticano II
La “Reforma” litúrgica querida por el Vaticano II, y realizada en el posconcilio, es una verdadera revolución: “La vía abierta por el Concilio está destinada a cambiar radicalmente el rostro de las asambleas litúrgicas tradicionales”, admite Mons. Annibale Bugnini, uno de los principales artífices de la llamada “reforma”; él mismo agrega que se trata de una “real ruptura con el pasado” (Bugnini, “La Ri-forma Liturgica” [1948-1975], CLV Edizioni Liturgiche, 1983).
Ahora bien, ninguna revolución estalla de repente un buen día, sino que es el fruto de largos asaltos, caídas lentas y concesiones progresivas.
El objetivo de nuestro artículo es exponer al lector, después de una introducción de carácter histórico, los orígenes de la revolución litúrgica, especialmente según el exa-men de las reformas de las rúbricas realizadas en 1955 y 1960.
De hecho, si “en nuestros días se ha consumado, con la introducción del Novus Ordo Missæ y los nuevos libros litúrgicos, una ruptura radical con la Tradición (…), hay que preguntarse donde hunde sus raíces tal desolación litúrgica. Que no hay que buscarlas exclusivamente en el Concilio Vaticano II, parecerá claro a toda persona de buen sentido. La Constitución litúrgica del 4 de diciembre de 1963 representa la conclusión pasajera de una evolución cuyas múltiples causas, no todas homogéneas, remontan a un lejano pasado” (Mons. Klaus Gamber, “La Réforme de la Liturgie romaine. Histoire et Problématique”).
El Iluminismo
El pleno florecimiento de la vida eclesial en la época barroca (Contrarreforma y Concilio de Trento, n.d.r.) se vio afectado, hacia fines del siglo XVIII, por el frío Iluminismo. Se estaba insatisfecho de la Liturgia tradicional, ya que se estimaba que correspondía muy poco a los problemas concretos de la época (Mons. Gamber, op. cit.)
El Iluminismo racionalista halla el terreno preparado y un sólido aliado en la herejía jansenista, la cual, tal como el Protestantismo del que era la quinta columna, se oponía a la Liturgia Romana tradicional.
José II en el Imperio de los Habsburgo, el episcopado galicano en Francia, y el de Toscana en Italia, reunidos en el Sínodo de Pistoya, efectuaron reformas y experimentos litúrgicos “que se asemejan sorprendentemente a los actuales; éstos también estaban fuertemente orientados hacia el hombre y los problemas sociales” (Gamber, op. cit.).
“… Podemos pues afirmar que la actual desolación litúrgica halla su raíz más firme en el Iluminismo. Muchas ideas de esta época han hallado su plena aplicación solamente en nuestros tiempos, en los que asistimos a un nuevo Iluminismo”.
La aversión por la tradición, el frenesí por las novedades y reformas, el reemplazo progresivo del Latín por la lengua vulgar y el de los textos eclesiásticos y patrísticos por la sola Escritura, la disminución del culto a la Santísima Virgen y a los Santos, el racionalismo respecto de los milagros y hechos extraordinarios narrados en las lecturas litúrgicas de los Santos, la supresión del simbolismo litúrgico y del misterio; en fin, la reducción de la Liturgia, juzgada excesiva e inútilmente larga y repetitiva…
Volveremos a encontrar todos estos puntos de identificación de las reformas litúrgicas jansenistas en las reformas actuales, comenzando por la de Juan XXIII.
La Iglesia, en los casos más graves, condenó a los innovadores; así Clemente IX condena el Ritual de la Diócesis de Alet en 1668, Clemente XI condena al oratoriano Pasquier Quesnel (1634-1719) en 1713 (Denz. 1436), Pío VI anatematiza al Sínodo de Pistoya y al Obispo Scipión de Ricci con la Bula “Auctorem Fidei” de 1794 (Denz. 1531-1533).
El Movimiento Litúrgico
Una reacción al frío iluminista está representada por la restauración del siglo XIX. (…) Se alzaron entonces la gran abadía benedictina de Solesmes, en Francia, y la de la Congregación de Beuron. (Gamber)
Dom Prosper Guéranger (1805-1875), Abad de Solesmes, restaura en Francia la antigua liturgia latina y da nacimiento a un movimiento, después llamado “litúrgico”, que tiene por fin hacer amar y defender la liturgia tradicional de la Iglesia.
Dicho movimiento opera por el bien de la Iglesia hasta San Pío X, quien con sus decisiones volvió a poner en honor al canto gregoriano y halló un admirable equilibrio entre el ciclo temporal (fiestas de Nuestro Señor, Domingos y ferias) y el ciclo santoral (fiestas de los Santos).
Desviaciones del Movimiento Litúrgico
Después de San Pío X, poco a poco, el mencionado “Movimiento Litúrgico” se desvía de sus objetivos, para acercarse, por una revolución copernicana, a las tesis que combatía en sus comienzos.
Todas las ideas de la herejía antilitúrgica -Dom Guéranger llamó así a las tesis litúrgicas del siglo XVIII- fueron retomadas en los años ‘20 y ‘30 por liturgistas como Dom Lambert Beauduin (1873-1960) en Bélgica, en Francia, Dom Pius Parsch, y Romano Guardini en Austria y Alemania.
Partiendo de la “Misa dialogada”, a causa “de una excesiva importancia concedida a la participación activa de los fieles en las funciones litúrgicas” (Gamber), los reformadores de los años ‘30 y ‘40 llegaron (especialmente en los campamentos scouts y en las asociaciones de juventud y de estudiantes) a introducir de facto nada menos que la Misa en lengua vernácula, la celebración sobre una mesa de cara al pueblo, la concelebración…
Entre los jóvenes sacerdotes que se deleitaban con las experiencias litúrgicas, se hallaba en Roma, en 1933, el Capellán de la “Federación Universitaria Católica Italiana” (F.U.C.I.), Giovanni Battista Montini, feliz y fuertemente repren-dido por el Cardenal Vicario (Fappani-Molinari, “Montini, giovane”, ed. Marietti, 1980, págs. 282-292).
En Bélgica, Dom Beaudin dio al Movimiento Litúrgico un objetivo explícitamente ecuménico, presentando la hipótesis de una Iglesia anglicana “unida (a la Iglesia Católica) pero no absorbida”, y fundando un “Monasterio por la unión” con los “ortodoxos” orientales, que tuvo como resultado la “conversión” de muchos de sus monjes al cisma de Oriente.
Roma interviene: la Encíclica contra el Movimiento ecuménico, “Mortalium ani-mos” (1928) es seguida, en 1929 y 1932, por advertencias (muy) discretas que lo apartan por un tiempo de su actividad (cfr. Bonneterre, “El Movimiento Litúrgico”, ed. Fideliter, 1980, págs 35-42).
Un gran protector de Beaudin era -naturalmente- el Cardenal Mercier, pionero del ecumenismo “católico” y definido por “Sodalitium Pianum” como “ligado con todos los traidores a la Iglesia” (Poulat, “Intégrisme et catholicisme intégral”, Casterman, pág. 330).
En los años ‘40 el trabajo de sabotaje de semejantes liturgistas ya había obtenido el apoyo de una gran parte del episcopado, especialmente en Francia (con el C.P.L.: Centro de Pastoral Litúrgica) y en el Reich alemán.
A comienzos de 1943, el 18 de enero,
se lanzó el ataque más serio contra el Movimiento Litúrgico (…) por parte de un miembro elocuente y vigoroso del episcopado, el Arzobispo de Friburgo (Brisgau), Conrad Gröber. (…) En una larga carta dirigida a sus hermanos en el episcopado, Gröber resumía en 17 puntos sus preocupaciones respecto de la Iglesia. (…) Cri-ticaba la teología kerigmática, el movimiento de Schönstatt, pero sobre todo al Movimiento Litúrgico (…) asociando a éste implícitamente al Cardenal Theodor Innitzer. (…) Pocos saben que el Prof. Karl Rahner S.J., que residía entonces en Viena (diócesis del Cardenal Innit-zer, n.d.r.), escribió (…) una réplica a Gröber” (Robert Graham S.J., “Pío XII y la crisis litúr-gica en Alemania durante la guerra”, “La Ci-viltà Cattolica”, 1985, pág. 546).
Volveremos a ver a Karl Rahner como perito conciliar del episcopado alemán en el Concilio Vaticano II, al lado de Hans Küng y Schillebeeckx.
La cuestión llegó Roma: en 1947 la Encíclica de Pío XII sobre liturgia, “Mediator Dei”, habría debido decretar la condenación del Movimiento litúrgico desviado.
Pío XII
expone con fuerza la doctrina católica (…) pero el sentido de esta encíclica fue torcido por los comentarios que le hicieron los innovadores; y si Pío XII recordó los principios, no tuvo el coraje de tomar medidas eficaces contra las personas, tendría que haber disuelto el C.P.L. y prohibido un buen número de publicaciones. Pero estas medidas habrían supuesto un conflicto abierto con el episcopado francés” (Jean Crété, “El Movimiento Litúrgico”, “Itinéraires”, enero de 1981, págs. 131-132).
Habiendo comprobado la debilidad de Roma, los innovadores comprendieron que podían ir (prudentemente) adelante: de los experimentos se pasa a las reformas oficiales romanas.
Las reformas de Pío XII
Pío XII no consideraba de extrema gravedad el problema litúrgico que oponía a los obispos alemanes: “Tenemos una extraña impresión”, escribía a Mons. Gröber, “como si fuera del tiempo y del mundo, la cuestión litúrgica se presentara como el problema del momento” (Carta de Pío XII a Mons. Gröber del 22 de agosto de 1943, citada por R. Gra-ham, op. cit., pág. 549).
Si con estas palabras Pío XII desaprobaba a los representantes del Movimiento Litúrgico, no dejaba de minimi-zar el peligro.
Los innovadores pudieron así infiltrar su caballo de Troya en la Iglesia, haciéndolo pasar por la puerta, dejada casi sin defensa, de la Liturgia, y aprovechando la poca atención del Papa Pacelli en la materia.
Fueron apoyados por personas del entorno del Pontífice, como su propio confesor, Agustín Bea S.J., futuro Cardenal y defensor declarado del Ecumenismo.
Es esclarecedor el siguiente testimonio de Mons. Bugnini:
La Comisión (para la reforma de la Liturgia, creada en 1948) gozaba de la plena confianza del Papa, informado por Mons. Montini, e inclusive semanalmente, por el P. Bea, confesor de Pío XII. Por esta vía se pudieron registrar notables resultados, incluso en los períodos en que la enfermedad del Papa impedía que cualquiera se le acercara (op. cit., pág. 22).
El Padre Bea estuvo en el origen de la primera reforma litúrgica de Pío XII, a saber, la nueva traducción litúrgica de los Salmos, que reemplazó a la Vulgata de San Jerónimo, tan odiada por los protestantes por ser la traducción oficial de la Sagrada Escritura en la Iglesia declarada “auténtica” por el Concilio de Trento.
A esta reforma (Motu proprio “In cotidianis precibus”, del 24 de marzo de 1945) cuyo uso era, al menos en teoría, facultativo y que tuvo poco éxito, hicieron seguir otras reformas más durables y también más graves:
- 18 de marzo de 1948: Constitución, con Annibale Bugnini como secretario, de una “Pontificia Comisión para la Reforma de la Liturgia” (que se parece, hasta en el nombre, al “Consilium ad exequendam constitutionem de Sacra Liturgia” instituido por Pablo VI en 1964 y que engendrará la “Nueva Misa”);
- 6 de enero de 1953: Constitución Apostólica “Christus Dominus” sobre la reforma del ayu-no eucarístico;
- 23 de marzo de 1955: Decreto “Cum hac nostra ætate”, reforma (no publicada en las Acta Apostolicæ Sedis y no impresa en los libros litúrgicos) de las rúbricas del Misal y del Breviario;
- 19 de noviembre de 1955: Decreto “Maxima Redemptionis”, introduciendo el nuevo rito de Semana Santa, ya inaugurado en lo que res-pecta al Sábado Santo, “ad experimentum”, en 1951.
Consagraremos el capítulo siguiente a la reforma de la Semana Santa; por el momento, ¿qué pensar de la reforma de las Rúbricas y del Misal, realizada el mismo año por Pío XII?
Como éstas fueron declaradas facultativas, se tiende a olvidarlas; sin embargo, fueron una etapa considerable de la Reforma Litúrgica. Absorbidas y aumentadas por la Reforma de Juan XXIII, serán examinadas en detalle con las del sucesor.
Por ahora, es suficiente decir que la Reforma de 1955 tendía a abreviar el Oficio Divino y a disminuir el culto de los Santos: todas las fiestas de rito semidoble y simple se volvieron simples memorias, en Cuaresma y Pasión la elección entre el oficio de un Santo y el de la feria se volvía libre, se disminuyó el número de vigilias y octavas, reduciéndolas a tres.
Suprimidos los “Pater, Ave et Credo” a recitar antes de las horas li-túrgicas, la antífona final de la Santísima Virgen también fue suprimida (salvo la de Completas), igualmente el símbolo de San Atanasio (fuera de una vez al año).
Bonneterre, en su obra citada, aunque reconoce que las reformas del fin del pontificado de Pío XII son “las primeras etapas de la autodemolición de la Liturgia Romana” (no vemos cómo la Liturgia puede “autodemolerse”, n.d.r.), trata de garantizar su perfecta legitimidad a causa de la “santidad” de quien las promulgó.
Pío XII -escribe- emprendió entonces, con total pureza de intención, reformas exigidas por las necesidades de las almas, sin darse cuenta -y no lo podía- que quebrantaba la Liturgia y la disciplina en uno de los períodos más críticos de su historia y, sobre todo, sin ver que ponía en práctica el programa del ‘Movimiento Litúrgico’ desviado (págs. 105, 106, 111)
Jean Crété comenta:
El Padre Bonneterre reconoce que este decreto marca el comienzo de la subversión de la liturgia, pero trata de excusar a Pío XII diciendo que, en la época, nadie, fuera de los hombres del partido subversivo, podía darse cuenta de esto.
Por el contrario, puedo aportar sobre el punto un testimonio categórico.
Me di cuenta muy bien de que este decreto no era sino el comienzo de una subversión total de la liturgia; y no fui el único.
Todos los verdaderos liturgistas, todos los sacerdotes apegados a la Tradición estaban consternados.
La Congregación de Ritos no era en absoluto favorable a este decreto, obra de una comisión especial.
Cuando, cinco semanas más tarde, Pío XII anuncia la introducción de la fiesta de San José Artesano, la oposición se manifiesta abiertamente: durante más de un año, la Congregación de Ritos rehúsa componer el oficio y la misa de la nueva fiesta.
Fueron necesarias varias intervenciones del Papa para que la Congregación de Ritos se resigne, de mala gana, a publicar, a fines de 1956, un oficio tan mal compuesto que uno se pregunta si no fue saboteado deliberadamente.
Y fue solamente en 1960 que fueron compuestas las melodías (que son modelos de mal gusto) del oficio y de la misa. Traemos este episodio poco conocido para dar una idea de las fuertes reacciones suscitadas por las primeras reformas litúrgicas de Pío XII.
(Crété, op. cit., pág. 133)
El nuevo rito de Semana Santa
La renovación (litúrgica) mostró clara-mente que las fórmulas del Misal Romano debían ser revisadas y enriquecidas. La renovación ha sido iniciada por el mismo Pío XII con la restauración de la Vigilia Pascual y del Ordo de Semana Santa, que constituye la primera etapa de la adaptación del misal romano a las necesidades de nuestra época.
Estas son las propias palabras de Pablo VI en la “promulgación” del nuevo misal (Const. Apost. “Missale Romanum”, del 3 de abril de 1969).
De manera análoga, pero viniendo de la otra orilla, esto escribe Mons. Gamber:
El primer pontífice en haber aportado un cambio verdadero y real en el Misal tradicional fue Pío XII, con la introducción de la nueva liturgia de Semana Santa.
Volver a poner la ceremonia del Sábado Santo en la noche de Pascua hubiera sido posible sin grandes modificaciones.Juan XIII prosiguió la tarea con el nuevo código de rúbricas.
Por lo demás, en esa ocasión el Canon de la Misa permaneció intacto (casi, recordamos la introducción en el Canon del nombre de San José, querida por Juan XXIII durante el Concilio, contra la Tra-dición que quiere en el Canon únicamente nombres de Mártires, a unir con el Gran Mártir Jesús en Su Sacrificio, n.d.r.) y no fue para nada alterado, pero después de estos pre-cedentes, es verdad que fueron abiertas las puertas a un ordenamiento de la Liturgia Ro-mana radicalmente nuevo.(op. cit., pág. 22)
El decreto “Maxima Redemptionis”, por el cual se introdujo en 1955 el nuevo rito, habla exclusivamente del cambio de horario de las ceremonias del Jueves, Viernes y Sábado Santos, con el fin de facilitar a los fieles la asistencia a los Ritos Sagrados, vueltos a poner en la tarde después de siglos; pero en ninguna parte del decreto hay la menor alusión al dramático cambio de textos y de las ceremonias mismas, operado gracias al nuevo rito y en nada justificado por ningún motivo pastoral!
En realidad, el nuevo rito de Semana Santa fue un ensayo general de la reforma, como lo testimonia el dominico modernista Chenu:
El Padre Duployé siguió todo esto con una lucidez apasionada. Recuerdo que me dijo una tarde: ‘Si conseguimos restaurar la vigilia pascual a su esplendor primitivo, el movimiento litúrgico habrá vencido; me doy diez años para eso’. Diez años después el asunto era un hecho.
(“Un teólogo en libertad, J. Dunquesne entrevista al P. Chenu”, Le Centurion, 1975; págs. 92-93)
De hecho, el nuevo rito de Semana Santa, al insertarse como un cuerpo extraño en el resto del Misal todavía tradicional, obedecía a los principios que reencontraremos en las reformas de Pablo VI de 1965.
Citemos algunos ejemplos:
Pablo VI suprimirá en 1965 el último evangelio; en 1955 se lo suprime de la Semana Santa.
Pablo VI suprimirá el Salmo “Judica me” con las oraciones al pie del altar; la Semana Santa de 1955 ya lo había anticipado.
Pablo VI (siguiendo a Lutero) querrá la celebración de la Misa “cara al pueblo”; el Novus Ordo de Semana Santa comienza con la introducción de tal uso tanto como es posible (especialmente el Domingo de Ramos).
Pablo VI quiere ver la disminución del papel del sacerdote, reemplazado de una punta a la otra por los ministros; ya en 1955 el celebrante no lee más las lecturas, epístolas y Evangelios (Pasión), que son cantados por los ministros y, aunque participa de la Misa, va a sentarse en un rincón, olvidado.
Pablo VI, siempre en la Nueva “Misa” de 1969, bajo pretexto de restaurar el antiguo rito romano, suprime de la Misa todos los elementos de la liturgia “galicana” (anterior a Carlo-magno), siguiendo el desgraciado “arqueologismo” condenado por Pío XII. Así desapareció el ofertorio (con gran alegría de los protestantes), reemplazado por un rito talmúdico que nada tiene que ver con el antiguo rito romano.
Según el mismo principio, el nuevo rito de Semana Santa suprime todas las oraciones de bendición de los ramos (salvo una), la epístola, el ofertorio y el prefacio que la preceden; así como el Viernes Santo, la misa de presantificados.
Pablo VI, desafiando los anatemas del Concilio de Trento, suprime el Orden Sagrado del Subdiaconado; el nuevo rito de Semana Santa presenta a un Subdiácono cada vez más inútil, ya que lo reemplaza por el Diácono (al “levate” de las Oraciones del Viernes Santo) o por el coro y el celebrante (en la adoración de la Cruz).
¿Pablo VI quiso el ecumenismo? La nueva Semana Santa lo inaugura, llamando a la oración del Viernes Santo para la conversión de los herejes: “oración por la unidad de la Iglesia”, e introduciendo la genuflexión en la oración por los judíos que la Iglesia negaba en rechazo al deicidio perpetrado el Viernes Santo.
Los simbolismos medievales son suprimidos (apertura de la puerta de la iglesia al canto del “Gloria Laus”, por ejemplo), la lengua vernácula es introducida (promesas del Bautismo), el “Pater Noster” recitado por todos (Viernes Santo), las oraciones por el Imperio reemplazadas por otras por los que gobiernan la “cosa pública”, de sabor muy moderno.
En el Breviario se suprime el tan conmovedor “Miserere”, repetido en todas las horas. El “Exultet” Pascual es trastornado por la supresión de simbolismo de sus palabras; también el Sábado Santo, ocho lecturas de doce son suprimidas.
El canto de la Pasión, tan emocionante, sufre gravísimas censuras: desaparece hasta la Última Cena, en la que Jesús, ya traicionado, celebró por primera vez en la historia el Sacrificio de la Misa.
El Viernes Santo se administra la comunión, contrariamente a la tradición de la Iglesia y a la condena de San Pío X para quienes pretendieran instaurar tal uso (Decreto “Sacra Tridentina Synodus”, de 1905).
Además, todas las rúbricas del nuevo rito de 1955 insisten continuamente en la “participación” de los fieles, por una parte, mientras que por la otra, censuran como abusos muchas devociones populares (tan caras a los fieles) que acompañan la Semana Santa.
Aunque sintético, este examen de la reforma de la Semana Santa permite al lector -al menos así lo creemos- darse cuenta de la manera en que los “expertos” que fabricaron 14 años después la Nueva “Misa” hubieron de utilizar -y aprovechar- la Semana Santa, para realizar en ella -como “in corpore vili”- sus experimentos litúrgicos, que más tarde iban a aplicar a toda la liturgia.
Juan XXIII
A Pío XII lo sucede Juan XXIII, Angelo Roncalli.
Profesor en el Seminario de Bérgamo, fue hostigado por seguir los textos de Duchesne, prohibidos bajo San Pío X en todos los seminarios italianos, cuya obra “Historia antigua de la Iglesia”, fue puesta en el Index (Poulat, “Catholicisme, démocratie et socialis-me”, pág. 246 y 346; Maccarrone, “Mgr Du-chesne et son temps”, 1975, págs. 469-472).
Nuncio en París, Roncalli revelará su adhesión a las tesis de Le Sillon, condenadas por San Pío X, con una carta a la viuda de Marc Sagnier, fundador del movimiento proscripto, en la cual, entre otras cosas, escribe: “La poderosa fascinación de su palabra, de su alma, me había atrapado, y guardo de su persona y de su actividad política y social el recuerdo más vivo de toda mi juventud sacerdotal” (carta del 6 de junio de 1950, cfr. “Itinéraires” nº 247, no-viembre de 1980, págs. 152-153).
Nombrado Patriarca de Venecia, dará públicamente la bienvenida a los socialistas, llegados a su ciudad para un congreso del partido.
Convertido en Juan XXIII, crea Cardenal a Mons. Montini, anuncia el Concilio Vaticano II y escribe la encíclica “Pacem in terris”, en la que ya afirma, camuflándolo con una frase voluntariamente ambigua, la libertad religiosa que proclamará el Concilio, como atestigua el neo-cardenal Pavan, colaborador de Juan XXIII.
La actitud de Juan XXIII, a la muerte de Pío XII en 1958, no podía ser diferente en materia litúrgica de la ostentada en otros campos.
Dom Lambert Beauduin, al que el lector ya conoce como prácticamente el promotor del movimiento litúrgico modernista y amigo de Roncalli de larga data (desde 1924), lo sabía bien. El P. Bouyer atestigua que Dom Beauduin le dijo el día de la muerte de Pío XII:
Si eligiesen a Roncalli, todo estaría salvado; sería capaz de convocar un Concilio y consagrar el Ecumenismo… (Bouyer, “Dom Lam-bert Beauduin, un homme d’Eglise”, 1964, págs. 180-181)
El 25 de julio de 1960 Juan XXIII publica el Motu Proprio “Rubricarum Instructum”. Ya había decidido convocar el Concilio Vaticano II y proceder a la reforma del Derecho Canónico; con este Motu Proprio Juan XXIII añade y agrava las reformas de las rúbricas de 1955-56: “Hemos decidido -escribe- que se debía presentar a los Padres del futuro Concilio los principios fundamentales de la reforma litúrgica, y que no se debía diferir más tiempo la reforma de las rúbricas del Breviario y Misal Romanos”.
En este cuadro poco ortodoxo, con artificios tan dudosos, en un clima ya “conciliar”, nacieron el Breviario y el Misal de Juan XXIII, concebidos como “Liturgia de transición” destinada a durar -tal como duró- tres o cuatro años: transición entre la liturgia católica consagrada en el Concilio de Trento y la liturgia heterodoxa preconizada por el Vaticano II.
“La herejía antilitúrgica” en la reforma de Juan XXIII
Hemos visto anteriormente como el gran Dom Guéranger definió “herejía antilitúrgica” al conjunto de falsos principios litúrgicos del siglo XVIII, inspirados por el iluminismo y el jansenismo.
Quisiera mostrar en este capítulo la semejanza -a veces literal- entre las reformas de aquel siglo y las de Juan XXIII.
Reducción de Maitines a tres lecciones
El Arzobispo (tripartista, o sea filojansenista) de París, Vintimille, en su reforma del Breviario de 1736 “redujo la mayor parte de los oficios a tres lecciones, a fin de hacerlos más cortos” (Guéranger, “Instituciones Litúrgicas”, Extrac-tos, ed. de Chiré, pág. 171).
Juan XXIII, en 1960, redujo también a 3 únicas lecciones la casi totalidad de los oficios.
De esto resulta la supresión de un tercio de la Sagrada Escritura, de dos tercios de vidas de Santos y de casi tres tercios (la totalidad) de comentarios de los Pa-dres a la Escritura.
Con el fin de ayudar al lector, mostraremos en un pequeño esquema lo que queda de Maitines (salvo para las fiestas de 1ra. y 2da. clase) después de la reforma, sin olvidar que los Maitines son una parte considerable del Breviario:
En gris las partes suprimidas en los Maitines del domingo:
Y en aquellos de las fiestas de Santos:
Disminución de las fórmulas de estilo eclesiástico en provecho de la Sagrada Escritura
El segundo principio de la secta antilitúrgica es el reemplazo de las fórmulas de estilo eclesiástico por lecturas de la Sa-grada Escritura (Dom Guéranger, op. cit., pág. 107)
Mientras que el Breviario de San Pío X hacía el comentario de la Sagrada Escritura por los Padres, el de Juan XXIII guarda prác-ticamente intactas las lecciones escriturarias, como vimos arriba, y las deja sin el comentario de la Iglesia, al suprimir el comentario patrís-tico (se suprime el comentario del Antiguo Testamento o de las Epístolas, permanecen 5 o 6 líneas del comentario al Evangelio del do-mingo).
Sacar del domingo las fiestas de los santos
Es su (de los jansenistas, n.d.r.) gran principio que la santidad del domingo no admite que se rebaje el día consagrándolo al culto de un santo, ni siquiera de la Santísima Virgen (…) Con mayor razón, las dobles ma-yores o menores que modifican tan agrada-blemente para el pueblo fiel la monotonía de los domingos, recordándole a los amigos de Dios, sus virtudes y su protección; ¿tendrían que enviarse para siempre a los días feriales, en los que su fiesta pasaría silenciosa y desa-percibida? (Dom Guéranger, pág. 163).
Juan XXIII, yendo mucho más allá que la reforma equilibrada de San Pío X, realiza casi a la letra el ideal de los herejes jansenistas: solamente nueve fiestas de Santos pueden prevalecer sobre el domingo (San José, en marzo y mayo; tres fiestas marianas: la Anunciación, la Asunción y la Inmaculada Concepción; San Juan Bautista; San Pedro y San Pablo; San Miguel; y Todos los Santos), contra las 32 que traía el calendario de San Pío X, de las cuales muchas eran antiguas fiestas de precepto.
Además, Juan XXIII abolió las conmemoraciones de los Santos en domingo.
Para realizar estos objetivos, la reforma de 1960 quita a todos los domingos el rango de 1ra. y 2da. clase, y junta casi todos los santos en una 3ra. clase creada ex novo, anulando así (como vemos en el siguiente esquema) las fies-tas de rango doble mayor o menor, que alaba Dom Guéranger.
Favorecer el oficio de la feria en detrimento de las fiestas de los Santos
Dom Guéranger describe así las maniobras jansenistas:
El calendario será en adelante expurgado, y el objetivo admitido de Grancolas (1727) y sus cómplices es hacer que el clero prefiera el oficio de la feria al de los Santos.
¡Qué espectáculo lamentable el ver penetrar en nuestras iglesias máximas manchadas de calvinismo, tan groseramente opuestas a las de la Sede Apostólica, que no ha cesado desde dos siglos de fortalecer el calendario de la Iglesia con la inclusión de nuevos protectores!
(op. cit., pág. 163)
Juan XXIII suprimió totalmente 10 fiestas del calendario (11 en Italia, con la fiesta de Ntra. Sra. de Loreto), redujo 29 fiestas de rito simple y 9 de rito más elevado al rango de memoria, haciendo así prevalecer el oficio ferial; con la supresión de casi todas las octavas y vigilias, sustituyó con otras 24 ferias oficios de Santos (calculando por defecto, no teniendo en cuenta el calen-dario particular y las fiestas móviles); finalmente, con las nuevas reglas de cuaresma que veremos enseguida, otros 9 Santos, oficialmente en el calendario, no serán nunca más festejados.
En conclusión, la reforma de 1960-1962 sacrificó por un “principio calvinista”, expurgándolas, alrededor de 81 a 82 fiestas de Santos.
Dom Guéranger precisa que los Jansenistas suprimieron las fiestas de los Santos en Cuaresma (op. cit., pág. 163).
De la misma manera se comportó Juan XXIII, salvando solamente las fiestas de 1ra. y 2da. clase; como su fiesta cae siempre en Cuaresma, no se festejará más a un Santo Tomás de Aquino, a un San Gregorio Magno, San Benito, San Patricio, San Gabriel Arcángel, etc…
Censurar los milagros de las vidas de los Santos que parecen legendarios
Las vidas de los Santos fueron despojadas de una parte de sus milagros y de sus piadosos relatos. Dom Guéranger, pág. 171
Era el principio de los liturgistas iluministas.
Hemos visto que la reforma de 1960 suprimió 2 de las 3 lecciones del 2do. nocturno, donde se lee la vida de los Santos.
Pero esto no era suficiente.
Como dijimos, 11 fiestas fueron totalmente suprimidas, probablemente por ser “legendarias” para los racionalistas preconciliares: por ejemplo, San Vital, la Invención de la Santa Cruz, el martirio incruento de San Juan en la Puerta Latina, la aparición de San Miguel en el monte Gargano, San Anacleto, San Pedro ad vincula, la Invención (= descubrimiento) de San Esteban, Ntra. Sra. de Loreto (¡¡Una casa que vue-a!! ¿Se puede creer en el siglo veinte?); entre las fiestas votivas, Sta. Filomena (¡qué tonto fue el Cura de Ars al creer en eso!).
Otros Santos poco iluministas fueron eliminados más discretamente: Ntra. Sra. del Carmen y de la Merced, San Jorge, San Alejo, San Eustaquio, los estigmas de San Francisco, permanecen como memoria en un día ferial.
Igualmente, dos Papas parten, aparentemente sin motivo: San Silvestre (¿demasiado constantiniano?) y San León II. Este último, quizás por condenar a Honorio y a Juan XXIII…
Finalmente, señalamos una “obra maestra” que nos toca de cerca.
De la oración de la Misa de Ntra. Sra. del Buen Consejo, la reforma de 1960 quitó las palabras que relataban la aparición milagrosa de su imagen. Si la Casa de Nazareth no pudo volar hasta Loreto, imaginamos que tampoco un cuadro que estaba en Albania pudo volar hacia Genazzano.
Espíritu antiromano
Los Jansenistas suprimieron una de las dos fiestas de la Cátedra de San Pedro, el 10 de enero; así como también la octava de San Pedro (Dom Guéranger, pág. 170).
Idénticas medidas con Juan XXIII.
Supresión del “Confiteor” antes de la comunión de los fieles
(Misal de Troie: Dom Guéranger, págs. 149, 150, 156). La misma cosa en 1960.
Reforma del Jueves, Viernes y Sábado Santos
En 1736, con el Breviario de Vintimille,
hecho muy grave y además muy doloroso para la piedad de los fieles. (Dom Gué-ranger, págs. 170, 171)
Aquí Juan XXIII fue precedido, como hemos visto!
Idem con la supresión de casi todas las octavas (uso, que ya se encuentra en el Antiguo Testamento, de solemnizar las grandes fiestas durante ocho días), anticipado por los Jansenistas en 1736 (pág. 171) y repetido en 1955-60.
Hacer, en resumen, un Breviario muy corto y sin repeticiones
Era el sueño de los liturgistas del Renacimiento (Breviario de la Santa Cruz, abolido por San Pío V) y luego, de los iluministas.
Dom Guéranger comenta: ellos querían un Breviario
sin esas Rúbricas complicadas que obligan al Sacerdote a hacer del Oficio Divino un estudio serio; además, las Rúbricas son tradiciones y es normal que de-saparezcan.
(…) sin repeticiones
(…) es mucho más corto, este era el gran medio de triunfo!
(…)
Se quería un Breviario corto, se lo tendrá, y estarán los Jansenistas para redactarlo
(pág. 162 y también 159)
Los tres principios serán honrados públicamente por las Reformas de 1955 y de 1960: las largas Preces desaparecerán, las memorias, los sufragios, los Pater, Ave, Credo, las Antífonas de la Santísima Virgen, el Símbolo de San Atanasio, 2/3 de Maitines, ¡y se podría alargar la lista!
El Ecumenismo en la reforma de Juan XXIII
… Los Jansenistas no habían pensado en esto.
La Reforma de 1960 suprime de las oraciones del Viernes Santo el adjetivo latino perfidis (= sin fe) que calificaba a los judíos, y el sustantivo perfidiam (= impiedad) que calificaba a “judaica”.
Es la puerta abierta a las actuales visitas a las Sinagogas.
En el número 181 de las Rúbricas de 1960, se lee:
La Misa contra los paganos se llamará de ahora en más: por la defensa de la Iglesia; la Misa para suprimir el cisma: por la unidad de la Iglesia (¡siempre la misma herejía que niega que la Iglesia sea una! n.d.r.).
Estos cambios revelan el liberalismo, pacifismo y falso ecumenismo de quien los concibió.
Un último punto, pero de los más graves.
En el “Breve Examen Crítico” contra la “Nueva Misa” presentado por los Cardenales Ottaviani y Bacci, se declara justamente que
la supresión, cuando el sacerdote celebra sin ayudante (es decir, solo, n.d.r.) de todos los saludos (es decir, Dominus vobiscum, etc.) y de la bendición final, es un ataque evidente al dogma de la Comunión de los Santos. (pág. 18)
En efecto, aunque el sacerdote que celebra la Misa o recita el breviario esté solo, reza en nombre de toda la Iglesia y con toda la Iglesia.
Verdad negada por Lutero.
Ahora bien, este ataque al dogma ya había sido realizado por el Breviario de Juan XXIII, que impone al sacerdote que lo recita no decir más Dominus vobiscum (El Señor esté con vosotros) sino Domine exaudi orationem meam (Señor escucha mi oración), pensando, con una “profesión de pura fe racionalista” (Breve Examen Crítico, pág. 18), que el Breviario ya no es la oración pública de la Iglesia, sino una lectura privada.
Conclusión necesaria
La teoría no sirve de nada si no se la aplica.
Este artículo no puede concluir sin una calurosa invitación, ante todo a los sacerdotes, a volver a la liturgia “canonizada” por el Concilio de Trento y a las Rúbricas promulgadas por San Pío X.
Mons. Gamber escribe:
Muchas innovaciones promulgadas en materia litúrgica durante estos últimos 25 años -comenzando por el decreto de renovación de la Liturgia de Semana Santa del 9 de febrero de 1951 (todavía bajo Pío XII) y por el nuevo Código de Rúbricas del 25 de julio de 1960 (más adelante, nuevamente perimido) hasta la reforma, por continuas pequeñas reformas, del Ordo Missæ del 3 de abril de 1969- han demostrado ser inútiles y nocivas para la vida espiritual.
(op. cit., págs. 44-45)
Desgraciadamente, en el campo “tradicionalista” reina la confusión: unos se detienen en 1955, otros en 1965 o 1967; la Fraternidad San Pío X, después de haber adoptado la reforma de 1965 ha vuelto a la de 1960, de Juan XXIII (ahora concedida por el indulto de 1984), ¡aunque permitiéndose introducir usos anteriores y posteriores!
En los distritos de Alemania, Inglaterra o Estados Unidos, donde se rezaba el Breviario de San Pío X, fue impuesto el de Juan XXIII, y esto no solo por motivos legalistas sino de principio, mientras que el rezo privado del Breviario de San Pío X es tolerado a desgano.
¿Nos ilusionamos al esperar que este u otros estudios ayuden a que se comprenda que la Reforma es una, a pesar de las muchas etapas, y que hay que rechazarla toda sino se quiere (absit) aceptarla toda?
Solamente con la ayuda de Dios y las ideas claras se podrá obtener una restauración que no dure lo que un verano de San Juan.
Apéndice
El artículo que acaba de leer fue publicado en el número 11 de la edición italiana de Sodalitium (junio de 1986).
La revista norte-americana The Roman Catholic presentó la traducción inglesa en los números 2, 3 y 4 de 1987 (febrero, marzo, abril).
El Padre Murro me ha pedido para esta traducción francesa un apéndice sobre una cuestión que no había abordado: porqué no adecuarse a las reformas de Juan XXIII (y con más razón, a las de Pío XII) si eran verdaderos papas.
La objeción no es de poca importancia y no quiero eludirla: es la finalidad de esta “nota suplementaria”.
Todos los “católicos fieles” (los “tradicionalistas”) rechazan las reformas de Pablo VI que datan de 1969: la “misa nueva” y la reforma del rito de los sacramentos; pero su comportamiento está dividido cuando se trata de las reformas que precedieron al gran trastorno: se trate de las reformas que tuvieron lugar bajo Pío XII, bajo Juan XXIII, o bajo Pablo VI antes de 1969.
Para nosotros existe, en primer lugar, una certeza: Pablo VI, como hemos visto (Sodalitium nº 13, Cahiers de Cassiciacum nº 1), no era más Papa (formaliter) desde el 7 de diciembre de 1965: en consecuencia, todas las reformas que sigan a esta fecha no vienen de la Autoridad, ni vienen de la Iglesia, no existen en la Iglesia.
No hay entonces que obedecer.
Esta certeza no existe respecto de Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI antes de 1965, aunque la posición de estos tres pontífices sea muy diferente.
Pío XII era Papa. Es una evidencia, nadie lo contesta. Es un “hecho dogmático”. Él fue, de 1939 a 1958, la Autoridad.
Juan XXIII era dudosamente papa. La prueba de que no lo fuera no ha sido establecida.
Sin embargo, pienso que la duda sobre su legitimidad no es temeraria para el histo-riador y el fiel católicos.
Reléase cuanto he dicho en mi artículo o lo que nos revela su biógrafo, Peter Hebblethwaite (John XXIII, Pope of the Council, Geoffrey Chapman-Cossel ltd., Londres, 1989).
Fue Juan XXIII, por ejemplo, quien abrió las puertas al ecumenismo por la institución del secretariado para la unidad de los cristianos.
Finalmente, Pablo VI no fue probablemente nunca papa formalmente, aunque la prueba cierta de su falta de autoridad no vale sino a partir de 1965.
Un argumento ad hominem
Aquellos que nos objetan que no se puede seguir las rúbricas de San Pío X, afirman que debemos obedecer a las leyes litúrgicas de los Papas Pío XII y Juan XXIII.
Se les podría responder con un argumento ad hominem, que ellos mismos comiencen por seguir las de Pablo VI:
- las anteriores a diciembre de 1965, para aquellos que, como nosotros, afirman que Pablo VI no era más la Autoridad después de esa fecha;
- la “Nueva Misa” y las otras reformas, para los lefebvristas, que eran entonces una cum Papa nostro Paulo, como hoy son una cum Papa nostro Joanne Paulo.
Después de lo cual nos consideraríamos en deber de explicar porqué seguimos las rúbricas de San Pío X.
Pero no me limitaré a hacer esta invitación, seria, a la coherencia con sus principios…
Veamos entonces otros argumentos.
La respuesta de Forts dans la Foi
Estos son los argumentos presentados por la revista Forts dans la Foi (en el Calendario tradicional de la Iglesia Católica, años 1980 y 1981) para rechazar las reformas de Juan XXIII:
Tenemos en cuenta además los diversos oficios nuevos introducidos por Benedicto XV, Pío XI y Pío XII a continuación de nuevas canonizaciones, y también algunas reformas de Pío XII (Semana Santa, San José artesano, María Reina), de las que se puede discutir el espíritu, pero no, según nos parece, la fuerza obligatoria que quiso darles este Papa.
Sin embargo, no adoptamos las reformas que Pío XII quiso facultativas o no promulgó (nueva versión del salterio, simplificaciones de 1955).
La regla que seguimos en estas materias en que reina una cierta confusión y donde asecha un cierto riesgo de arbitrariedad, tiene la ventaja de la claridad: nos atenemos al calendario litúrgico y a los libros litúrgicos anteriores a la muerte del Papa Pío XII.
Se sabe que los demoledores de la liturgia, que habían conservado la discreción bajo el Papa de Mediator Dei, tuvieron el campo libre bajo el del aggiornamento.
Con su reforma de 1960 (libros litúrgicos de 1961), Juan XXIII dio la señal de los grandes cambios, al refundir todo el código de rúbricas según los principios caros a todos los innovadores y hacía mucho tiempo denunciados por Dom Guéranger como ‘herejía antilitúrgica’ (simplificaciones exageradas, supresiones lamentables, sospecha lanzada sobre el santoral en provecho del temporal, etc.).
Su reforma se quiso preparatoria de la reforma conciliar. De hecho, no tuvo más que una duración muy efímera (1961 a 1964, fecha de las primeras aplicaciones de la constitución del Vaticano II sobre la liturgia).
Sin condenar a aquellos que quieren seguir las reformas de Juan XXIII, nosotros preferimos pues no tenerlas en cuenta.
Jurídicamente, esta reforma efímera y de carácter expresamente preconciliar, es dudosa y no podría obligar (C.J.C., can. 15).
Por otra parte, la ausencia de recurso posible a la autoridad litúrgica, la autoridad papal, en esta situación confusa e imprevisible, nos pone en el deber de decidir según el espíritu de la legislación litúrgica, por lo tanto, en favor de la liturgia más segura, más católica y más tradicional, para la mayor gloria de Dios y edificación de las almas.
Luego de recordar que el canon invocado (can. 15) afirma que las leyes eclesiásticas in dubio juris non urgent (no obligan si su existencia jurídica es dudosa), podría contentarme con esta vieja explicación para recitar tranquilamente mi breviario “de San Pío X”.
Pero quiero ir más lejos, con el argumento más profundo, que puede justificar incluso el recurso a la Semana Santa anterior a Pío XII, el argumento de Mons. Guérard des Lauriers (también fiel a la liturgia de San Pío X).
La Iglesia en estado de privación
En primer lugar, hay que recordar que todos estamos viviendo un período excepcional para la Iglesia.
Esta se encuentra “en estado de privación”.
¿Y de qué está privada la Iglesia? De la suprema Autoridad.
Es un acontecimiento único en la historia de la Iglesia.
Es cierto que hubo períodos más o menos largos de vacancia de la Sede Apostólica.
Pero la situación actual difiere de aquellos, no solo porque la Sede está todavía materialmente ocupada, sino también porque todas las autoridades eclesiásticas que subsisten durante una vacancia normal de la Sede (a la muerte del Papa), al ser una cum Montini, Luciani y Wojtyla, han perdido, al mismo tiempo, su autoridad formaliter.
No se puede entonces aplicar a nuestra situación todas las reglas que rigen a la Iglesia durante la Sede vacante, y menos todavía las que la rigen cuando hay un Papa en el trono de Pedro.
Las leyes eclesiásticas en la Iglesia hoy
Las decisiones de Pío XII y Juan XXIII en materia litúrgica son leyes litúrgicas.
Las leyes litúrgicas, aunque el Código de Derecho Canónico no se ocupe de ellas (cfr. can. 2), son leyes eclesiásticas.
Nadie duda que las leyes de derecho divino o de derecho natural subsisten absolutamente también hoy, ya que la Autoridad de Dios que las ha promulgado jamás puede defeccionar o estar ausente.
¿Cuál es entonces la situación de las leyes eclesiásticas, las cuales han sido promulgadas por el Papa y dependen de su autoridad, en la Iglesia, cuando precisamente esta se encuentra en estado de privación de esa misma autori-dad?
La verdad se halla entre dos errores opuestos.
No hay que creer que, como la Sede está vacante (formaliter), no hay que obedecer más las leyes eclesiásticas.
Pero tampoco hay que creer que hay que obedecer como antes, es decir, que estas leyes conserven, como bajo la Autoridad de la Santa Sede, su valor coercitivo.
Esta postura simplista (no hay más Papa aquí, no hay más Congregaciones Romanas aquí, pero el derecho canónico obliga siempre, absolutamente como antes) se revela evidentemente falsa desde que es aplicada a la realidad de hoy, pues conduce a verdaderos callejones sin salida, a situaciones paradójicas.
El Código fulmina, por ejemplo, una excomunión latæ sententiæ (por el hecho mismo de la comisión del delito); según estas personas simplistas, la pena se aplica también hoy: el violador de tal ley está entonces excomulgado.
Pero esta censura es medicinal, y tiene por fin curar el alma de quien es condenado.
¿Qué sucederá cuando nuestro “excomulgado” se arrepienta de su delito? En tiempos normales, es la Autoridad que dictó la pena la que tiene el derecho de levantarla. Es suficiente recurrir a ella.
¡Pero precisamente esta Autoridad no existe hoy en acto! ¿Quién podrá entonces levantar la censura? ¡Nadie! Es un callejón sin salida, una paradoja… aún cuando se esté curado, no se puede uno salvar del (terrible) medicamento.
El callejón sin salida en realidad no existe, ya que la censura está como en suspenso, y no se aplica a causa de la ausencia de Autoridad; sostener lo contrario es pensar que la Iglesia es superior a su jefe, el Papa, y que puede su-plantar su Autoridad.
Esto dice Mons. Guérard des Lauriers:
Para comprenderlo bien, es necesario recordar que en la Iglesia militante considerada en cuanto colectivo humano, toda ley puramente eclesiástica (las modalidades respecto de la vacancia y de la provisión de la Sede Apostólica resultan de esta clase de leyes [esto vale también para las leyes litúrgicas en cuestión, n.d.r.]), incluso las que comportan penas latæ sententiæ, no tienen fuerza ejecutoria sino en virtud de la Autoridad actualmente ejercida.
Para que fuera de otra manera y pudieran existir en la Iglesia militante leyes puramente eclesiásticas con fuerza ejecutoria independientemente de la Autoridad, sería necesario que, al menos para estas leyes, la Autoridad reciba su propio mandato de la Iglesia militante en cuanto colectivo humano.
Ahora bien, esta doctrina está explícitamente condenada por Vaticano I como errónea (DS 3054). Toda ley puramente eclesiástica es pues radicalmente una ley humana, sin fuerza ejecutoria sino de parte de la Autoridad, la cual, por esencia, es monárquica.
De esto se sigue que toda ley puramente eclesiástica puede estar sometida, y está actualmente sometida, a las mismas vicisitudes de las leyes humanas.
Por una parte, la Autoridad que da fuerza a la ley, puede faltar; y es lo que sucede por la vacancia formal de la Sede Apostólica.
Por otra parte, se puede aplicar –per accidens– la letra de la ley perjudicial, en lugar de cumplir con el fin previsto por la ley. Es lo que sucede actualmente.
(Sodalitium nº 13, pág. 27)
Esto que Mons. Guérard des Lauriers afirma aquí respecto de la ley eclesiástica que prescribe el “mandato romano” para toda consagración episcopal, vale también para las le-yes eclesiásticas en cuestión.
Hay entonces que afirmar que:
- Las leyes puramente eclesiásticas no tie-nen más hoy su fuerza ejecutoria, ya que no pueden existir con fuerza ejecutoria independientemente de la Autoridad, la cual no es actualmente ejercida en tiempos de Mons. Wojtyla.
- Las leyes puramente eclesiásticas con-servan hoy su poder directivo: indican la vo-luntad de la Iglesia. Hay que adecuarse a ellas en conciencia.
- Si hoy aplicar la letra de la ley perjudica el fin previsto por la misma ley y por la Iglesia,
entonces es virtud, la virtud de la epiqueya, no tener en cuenta la letra de la ley, en la estricta y sola medida en que es necesario para continuar asegurando el fin previsto por la ley.
Los actos realizados por necesidad contra la letra de la ley en vista de asegurar el fin previsto por la ley, son llamados ‘lícitos’, aunque sean ilegales. Esta doctrina ha sido siempre admitida en la Iglesia.
(Mons. Guérard, “Sodalitium”, ibidem)
Aplicación de los principios
La simplificación de las rúbricas por Pío XII era facultativa. El problema de la obedie-cia no se plantea.
La reforma de la Semana Santa es una ley litúrgica de la Iglesia. Obligaba bajo Pío XII.
La reforma de las rúbricas de Juan XXIII es (dudosamente) una ley litúrgica de la Iglesia. Obligaba (dudosamente) bajo Juan XXIII.
Pío XII y Juan XXIII no son más Papas vivos. Sus leyes permanecen hoy en cuanto a su fuerza directiva, pero no en cuanto a su fuerza ejecutoria.
Debemos seguirlas en conciencia, a menos que su aplicación hoy perjudique objetivamente el bien de la Iglesia y el fin buscado por el legislador.
Entonces, la virtud de la epiqueya nos autoriza a no tenerlas en cuenta, ya que en la duda no podemos recurrir a la Autoridad que falta.
La aplicación de las reformas litúrgicas en cuestión, ¿es perjudicial (i) hoy? Pienso que sí, y creo haberlo probado en mi artículo.
La reforma litúrgica es una.
No es casualidad que “Mons.” Bugnini (el padre de la “Nueva Misa”) haya escrito un libro con título revelador: “La reforma litúrgica (1948-1975)”; subrayo: 1948.
Son los mismos hombres los que trabajaron de 1948 a 1975 en la demolición de la liturgia católica.
Bajo Pío XII la Autoridad garantizaba la ortodoxia, la intención heterodoxa de quienes lo rodeaban (recordemos que el confesor de Pío XII era el Padre Bea, la máscara de proa del ecumenismo conciliar) era como contrariada por la existencia de un Papa divinamente asistido.
Eso ya no sucede hoy.
Si la reforma en 1956 o 1961 no era teológicamente nociva, lo es, en mi opinión, en 1990.
Hay que recurrir a lo más seguro y no hacer pasar a la vida litúrgica de nuestros fieles, desprovistos del auxilio de una Autoridad asistida por Dios, una liturgia que, según la mente de sus autores reales, tenía por fin la transformación gradual del culto católico en culto protestante.
En su decreto para la reforma de Semana Santa, Pío XII solo habla de cambio de horario.
No parece que se vaya contra su intención si no se tiene en cuenta hoy, en la situación actual, los otros cambios queridos por Bugnini y compañía.
En su decreto de reforma de las rúbricas, Juan XXIII expresa la intención de hacer una liturgia provisoria, esperando “la reforma general de la liturgia” por el Concilio Vaticano II.
Me parece exagerado pretender eternizar el valor legal de las rúbricas que el mismo Juan XXIII no quiso mantener más que 3 o 4 años! Y también me parece que, puesto que el mismo Juan XXIII liga su reforma con la reforma conciliar, no se puede menos que plantearse interrogantes…
Esta es mi posición, que es en definitiva la de Mons. Guérard des Lauriers y del Instituto, esperando la decisión de un futuro verdadero Papa.
Otros podrán no estar de acuerdo, y no utilizar la virtud de la epiqueya. Tienen el derecho, que planteen sus objeciones en una búsqueda común de la Verdad. Pero que no pretendan suplantar a la Autoridad, e imponernos opciones personales que no podemos aprobar.