Por el Padre Francesco Ricossa
Mons. Mark Pivarunas C.M.R.I. (obispo consagrado por Mons. Carmona) envía periódicamente a sus fieles una carta titulada Pro grege (1); la del 19 de marzo de 2002 atrajo particularmente mi atención. El prelado norteamericano –que sigue la tesis de la sede vacante– responde (en la pág. 5) a dos objeciones del superior de distrito local de la Fraternidad San Pío X, el Padre Peter Scott: “No obstante, es absurdo decir, como lo hacen los sedevacantistas, que no ha habido un papa por más de 40 años, pues esto destruiría la visibilidad de la Iglesia, y la misma posibilidad de una elección canónica de un Papa futuro”.
Las objeciones no son nuevas (2); más interesante es la respuesta de Mons. Pivarunas.
En cuanto a la primera dificultad (el hecho de la prolongación de la vacancia de la Sede Apostólica), Mons. Pivarunas responde alegando el ejemplo histórico del Gran Cisma de Occidente. El Padre Edmund James O’Really S.J. (3), en su libro The Relations of the Church to Society, publicado en 1882, escribía a este propósito: “Podemos aquí detenernos para preguntar qué se puede decir de la posición de los tres demandantes, y cuáles fueron sus derechos con respecto al papado. En primer lugar, sí hubo durante todo esto, desde la muerte de Gregorio XI en 1378, un papa – con la posible excepción, por supuesto, de los intervalos entre las muertes y las elecciones para llenar las vacancias creadas. Sí hubo, digo yo, en todo momento un Papa, realmente investido con la dignidad de Vicario de Cristo y Cabeza de la Iglesia, a pesar de lasopiniones que puedan existir entre muchos en cuanto a su autenticidad; esto no es decir que un interregno que cubriera todo el período hubiera sido imposible o estado en contradicción con las promesas de Cristo, porque esto no es de manera alguna manifiesto, sino que, de hecho, no hubo tal interregno” [http://www.cmri.org/span-102prog3.html] [Para mayor claridad, citamos el texto original inglés en la parte que nos interesa: “not that an interregnum covering the whole period would have been impossible or inconsistens with the promises of Christ, for this is by no means manifest, but that, as a matter of fact, thare was not such an interregnum”, n.d.a.].
La cosa es tan evidente que no vale la pena insistir.
Por el contrario, es más difícil responder a la segunda dificultad. Veamos lo que escribe Mons. Pivarunas al respecto:
«En cuanto a la segunda “dificultad” presentada por la Fraternidad San Pío X en contra de la posición sedevacantista, de que sería imposible una futura elección papal si la Sede de Pedro estuviera vacante desde el Vaticano II, leemos en “l’Eglise du Verbe Incarné” de Mons.
Charles Journet: “Durante una vacancia de la Sede Apostólica, ni la Iglesia ni el Concilio pueden contravenir las provisiones ya establecidas para determinar el modo válido de la elección (Card. Cayetano O.P., en ‘De comparatione’, cap. XIII, no 202). Sin embargo, con permiso (por ejemplo, si el Papa no toma medidas en contra), o en caso de ambigüedad (por ejemplo, si se desconoce quiénes son los verdaderos cardenales o quién es el verdadero papa, como fue el caso en tiempos del Gran Cisma), la potestad ‘de aplicar el papado a tal o cual persona’ recae sobre la Iglesia universal, la Iglesia del Dios (ibid., no 204)”» (4).
Con esta cita, Mons. Pivarunas piensa haber respondido suficientemente al Padre Scott: en ausencia de cardenales –y únicamente en ese caso– (5) el Papa puede ser elegido, por devolución (6), por la Iglesia.
Pero en realidad la dificultad cambia solamente de objeto: ¿qué se entiende, en efecto, en ese contexto, por “Iglesia universal”?
Mons. Pivarunas no lo precisa en su carta, como tampoco Journet en el lugar citado. Pero ya que Journet hace suya la posición del Cardenal Cayetano (7), al citar su obra De comparatione auctoritatis Papæ et Concilii cum apologia eiusdem tractatus (8), podemos fácilmente establecer el significado de esta expresión consultando al mismo Cayetano.
El Cardenal Cayetano entiende designar con el término “Iglesia universal” al Concilio
general
Hemos visto que, en casos extraordinarios, el Papa puede ser elegido, en ausencia de cardenales, por la “Iglesia universal”; ¿pero qué entiende entonces el Cardenal Cayetano por este término?
Basta con hojear el De comparatione para hallar la respuesta –indudable– a nuestra pregunta. Ya el título nos lo indica: De comparatione auctoritatis Papæ et Concilii, seu Ecclesiæ niversalis (no 5) (Sobre la comparación de la autoridad del Papa y del Concilio o Iglesia universal): la Iglesia universal y el Concilio son una sola cosa. Pero es en el capítulo V (no 56) que Cayetano procede a una definición explícita de los términos:
“Después de haber examinado la comparación entre el poder del Papa y el de los apóstoles en razón de su apostolado, debemos ahora comparar el poder del Papa y el poder de la Iglesia universal, es decir, del Concilio universal, ahora desde un punto de vista general, luego, como lo hemos anunciamos, en algunos casos y acontecimientos (particulares). Y como los opuestos confrontados se vuelven más claros, aportaré ante todo las razones principales en las que se halla el valor (de los argumentos) por los que se prueba [por los adversarios, n.d.t.] que el Papa está sometido al juicio de la Iglesia, es decir, del Concilio universal. Y con el fin de evitar escribir cada vez juntos Iglesia y Concilio, [aclaro que] son tomados como sinónimos, ya que la única distinción entre ellos es que uno representa y el otro es representado” (9). El contexto general de la obra, por otra parte, nos indica claramente que Cayetano entiende por “Iglesia universal” el Concilio general; en efecto, el De comparatione responde a las objeciones de los conciliaristas, según los cuales el Papa es inferior a la Iglesia, es decir, al Concilio (9). Pero hay más. Precisamente cuando habla de la elección del Papa, Cayetano utiliza indistintamente los términos “Iglesia” y “Concilio”: “in Ecclesia autem seu Concilio” (no 202).
Y hasta cuando se trata de presentar el caso concreto de la elección extraordinaria de un Papa, Cayetano no habla tanto de “Iglesia universal” sino más bien de Concilio general: “si Concilium generale cum pace Romanæ ecclesiæ eligeret in tali casu Papam, verus Papa esset ille qui electus sic esset” (no 745) (“si en ese caso el Concilio general eligiera al Papa con la paz [la aceptación pacífica] de la Iglesia Romana, quien fuera elegido de tal manera sería verdadero Papa”).
Es entonces evidente que para Mons. Journet y el Cardenal Cayetano es el Concilio general imperfecto (10) el que tiene el encargo, en ausencia de cardenales, de elegir al Sumo Pontífice.
Los obispos residenciales, en cuanto miembros de derecho de este Concilio general, podrían elegir al Papa
Habiendo establecido que los electores extraordinarios del Papa (en ausencia de cardenales) son los miembros del Concilio general, queda por ver quien puede participar, de derecho, en el Concilio general. El Código de derecho canónico –al tratar del Concilio ecuménico– enumera los miembros de derecho del Concilio con voto deliberativo en el canon 223:
§ 1. Son llamados al Concilio y tienen allí derecho de voto deliberativo:
- Los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, aunque no sean obispos;
- Los Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos residenciales, aunque no estén consagrados;
- Los Abades y prelados nullius;
- El Abad Primado, los Abades Superiores de Congregaciones monásticas, los Superiores generales de congregaciones clericales exentas, pero no de otras religiones, a menos que en el decreto de convocación se disponga de otro modo;
§ 2. Los Obispos titulares llamados al Concilio tienen también voto deliberativo, a menos que no se prevea explícitamente lo contrario en la convocación.
§ 3. Los teólogos y canonistas eventualmente invitados al Concilio tienen sólo un voto consultivo.
Este canon no expresa solamente el derecho positivo, sino también la naturaleza misma de las cosas. Notemos, en efecto, que los Obispos titulares, privados de jurisdicción, pueden no ser convocados al Concilio o no tener derecho de voto. Al contrario, los Cardenales, los Obispos residenciales, los Abades o prelados nullius (11) incluso no consagrados obispos participan de derecho en el Concilio, ya que tienen jurisdicción sobre un territorio (12). Esto significa que en sí el criterio para ser miembro del Concilio es la pertenencia a la jerarquía en razón de la jurisdicción y no del orden sagrado (para esta distinción, de derecho divino, ver el can. 108§3).
Siendo así las cosas, nos parece que Mons. Pivarunas (y con él, todos los sedevacantistas simpliciter, aquellos por consiguiente que no siguen la tesis del Padre Guérard des Lauriers) no han respondido suficientemente a la dificultad planteada por la Fraternidad por San Pío X. En efecto, en una posición estrictamente sedevacantista, no se ve dónde estarían los obispos residenciales católicos que pudieran y quisieran elegir al Papa, ya que todos los obispos residenciales (y otros prelados que tuvieran jurisdicción), o han sido nombrados inválidamente por los antipapas, o de todos modos son formalmente heréticos –al adherir a los errores del Vaticano II– y están fuera de la Iglesia, o en todo caso están en comunión con Juan Pablo II [Francisco], jefe de la nueva “Iglesia conciliar”. La Iglesia jerárquica habría, en suma, desaparecido totalmente, no sólo en acto y formalmente, sino también en potencia y materialmente (13).
Los Obispos sin jurisdicción no pueden elegir al Papa
Hemos visto que en circunstancias anormales la elección del Papa –según el pensamiento de los teólogos que han tratado la cuestión– corresponde al Concilio general imperfecto, es decir, a los Obispos y prelados que gozan, en la Iglesia misma, de jurisdicción. El Papa es en efecto Obispo de la Iglesia universal: es entonces normal que excepcionalmente lo elijan los prelados de la Iglesia universal que, con él y por debajo de él, gobiernan una porción del rebaño. Hemos visto también que, por la naturaleza misma de las cosas, y en consecuencia de cuanto se ha dicho, están excluidos del número de los electores per accidens del Papa, los Obispos titulares, Obispos consagrados con mandato romano pero privados de jurisdicción en la Iglesia.
Con mayor razón están excluidos del número de los electores –precisamente por estar excluidos del Concilio general– los Obispos consagrados sin mandato romano en las condiciones excepcionales de actual vacancia (formal) de la Sede Apostólica. Tales Obispos han sido en efecto consagrados válidamente y también, en nuestra opinión –al menos en algunos casos– lícitamente; pero están sin embargo –en el modo más absoluto– privados de jurisdicción, puesto que el Obispo recibe de Dios la jurisdicción solamente por mediación del Papa, la cual queda excluida en nuestro caso (14). Estando privados de jurisdicción, ellos no pertenecen a la jerarquía de la Iglesia según la jurisdicción, por lo que no son miembros de derecho del Concilio y no están entonces habilitados para elegir válidamente al Papa, ni siquiera en casos extraordinarios.
Este punto de doctrina, ya establecido por sí mismo, es confirmado por la imposibilidad práctica de elegir a un Papa seguro y no dudoso siguiendo esta vía. ¿Quien podrá establecer de manera cierta, entre los numerosos Obispos que han sido y serán todavía consagrados de esta manera, quienes tienen el derecho de participar en la elección y quienes no lo tienen? ¿Quién tiene el derecho de convocar al Cónclave y quien no lo tiene? ¿Quién puede ser considerado como legítimamente consagrado y quien no? En ausencia de criterio de discernimiento (el mandato romano, la sede residencial) no hay límites en sí para estas consagraciones, ni por parte de quien las puede autorizar (el Papa) ni en lo que concierne a la porción de territorio a gobernar (la diócesis). El número de los electores puede entonces crecer desmesuradamente sin garantía alguna de su catolicidad, como concretamente ha sucedido. Y de hecho ya se ha procedido a diversas elecciones que no tuvieron mayor efecto, ni siquiera entre los partidarios del “conclavismo”, siempre listos para “dar el paso”, pero solamente en teoría.
Con mayor razón, los laicos no pueden elegir al Papa
Si los Obispos titulares, aun nombrados por el Papa, no pueden elegir al Papa, si tampoco pueden los Obispos meramente consagrados sin mandato romano, menos podrán los simples sacerdotes. En cuanto a los laicos, están excluidos de manera todavía más radical de cualquier elección eclesiástica.
Esta conclusión es confirmada por el derecho positivo de la Iglesia, tanto en lo que concierne a toda elección eclesiástica en general como en lo que concierne a la elección del Papa.
A propósito de toda elección eclesiástica, el canon 166 estipula que “si los laicos, contra la libertad canónica, se inmiscuyeran de cualquier modo en una elección eclesiástica, la elección es inválida por el derecho mismo” (Si laici contra canonicam libertatem electioni ecclesiasticæ quoque modo sese immiscuerint, electio ipso iure invalida est).
A propósito de la elección papal, la autoridad la tiene la constitución Vacante Sede Apostolica, promulgada por San Pío X el 25 de diciembre de 1904. El principio general es expresado en el no 27: “El derecho de elegir al Romano Pontífice corresponde única y exclusivamente (privative) a los Cardenales de la Santa Romana Iglesia, estando absolutamente excluida y apartada la intervención de cualquier otra dignidad eclesiástica o potestad laica de cualquier grado u orden”. En el no 81, San Pío X renueva la condenación del llamado derecho de Veto o de Exclusiva del poder laico ya sancionado por él mismo en la Constitución Commissum nobis del 20 de enero de 1904, y concluye: “Esta prohibición queremos que sea extendida a cualquier intervención, intercesión u otro modo por el cual la autoridad laica de cualquier orden o grado quisiera inmiscuirse en la elección del Pontífice”. El Santo Papa hace alusión a lo sucedido durante el Cónclave que lo eligió al Sumo Pontificado, cuando el Emperador Francisco José, por intermedio del Cardenal Arzobispo de Cracovia, puso su veto a la elección del cardenal Mariano Rampolla del Tindaro, antiguo secretario de Estado de León XIII. En la Constitución Commissum, San Pío X afirma que ese presunto derecho de “Veto”, ya condenado por sus predecesores Pie IV (In eligendis), Gregorio XV (Æterni Patris), Clemente XII (Apostolatus officium) y Pío IX (In hac sublimi, Licet per Apostolicas y Consulturi), es contrario a la libertad de la Iglesia. Su oficio, escribe el Santo Pontífice, es el de procurar que “la vida de la Iglesia se desarrolle de manera absolutamente libre, alejada de toda intervención externa, como lo quiso su Divino Fundador, y como lo requiere absolutamente su excelsa misión. Ahora bien, si hay una función en la vida de la Iglesia que requiere más que cualquier otra de esta libertad, debe reconocerse sin duda alguna que es aquella que concierne a la elección del Romano Pontífice; en efecto ‘no se trata de un miembro, sino de todo el cuerpo, cuándo se trata de la cabeza’ (Gregorio XV, Æterni Patris)”. La exclusión de la intervención de las autoridades civiles incluye naturalmente la de cualquier otro miembro del laicado: “Establecemos que no es lícito a nadie, ni tampoco a los jefes de estado, bajo cualquier pretexto, interponerse o ingerirse en la grave cuestión de la elección del Romano Pontífice”.
Como se ve, la exclusión de toda intervención laica es considerada por San Pío X no como una disposición transitoria, sino como absolutamente necesaria para que la Iglesia sea como la quiso su Fundador, Jesucristo.
Lo establecido por el Código de derecho canónico y por San Pío X es perfectamente conforme con toda la tradición. El Código mismo remite al Corpus iuris canonici (el antiguo derecho eclesiástico), donde las decretales de Gregorio IX (libro I, título VI, de electione et electi potestate) prevén la invalidez de la elección realizada por laicos: el capítulo 43 cita al IV Concilio de Letrán de 1215 (Constitución XXV: “Quienquiera consintiera a su propia elección hecha abusivamente por el poder secular, contra la libertad canónica, pierde la elección y se vuelve inelegible…”); el capítulo 56 cita un documento de Gregorio IX de 1226 por el cual se declara inválida la elección de un obispo hecha por laicos y por canónigos, según una costumbre mejor llamada “corrupción”.
Podríamos citar otros documentos eclesiásticos a este propósito, entre los cuales diversos Concilios ecuménicos: el segundo Concilio de Nicea del año 787 (DS 604), el segundo de Constantinopla del año 870 (DS 659), el primer Concilio de Letrán, de 1123, contra las investiduras de los laicos (DS 712)…
Si en el pasado la Iglesia debió defender su libertad de la influencia de los Príncipes en las elecciones, con la Revolución ella tuvo que defenderla de la pretensión democrática de hacer elegir a los Obispos por el pueblo. Es así que el Papa Pío VI, por el Breve Quod aliquantulum del 10 de marzo de 1791, condena la Constitución civil del clero votada por la Asamblea nacional. El Papa Braschi ligaba, no por casualidad, las decisiones en la materia de los revolucionarios franceses con los errores más antiguos de Wyclif, Marsilio de Padua, Jean de Jandun y Calvino (cfr. Insegnamenti Pontifici, La Chiesa, 81-82, y Pío VI, Ecrits sur la Révolution française, Ed. Pamphiliennes, págs. 16-20).
¿Cuál es entonces el valor de la participación popular en ciertas antiguas elecciones? Lo recuerda nuevamente Journet: “A través del tiempo tomaron parte en la elección, a diversos títulos: el clero romano (por un título que parece primero y directo), el pueblo (pero en cuanto daba su consentimiento y su aprobación a la elección hecha por el clero), los príncipes seculares (sea de manera lícita dando simplemente su consentimiento y su apoyo al elegido; sea de manera abusiva prohibiendo, como hizo Justiniano, que el elegido fuera consagrado antes de la aprobación del emperador), finalmente los cardenales, que son los primeros entre los clérigos romanos, de suerte que es al clero romano que hoy es de nuevo confiada la elección del Papa” (op. cit., pág. 977) (15).
Entonces, para el pueblo de los fieles, un voto solamente consultivo o aprobativo; y es así por una exigencia dogmática fundada en la distinción y la subordinación que existen en la Iglesia entre clero y fieles, distinción que es de derecho divino. Es lo que recuerda, entre otras cosas, un teólogo romano, el Cardenal Mazzella:
“En tercer lugar, de los mismos documentos se sigue, sea la distinción entre Clérigos y Laicos, sea el hecho de que la jerarquía constituida en el orden clerical es de derecho divino; y entonces que por el mismo derecho divino la forma democrática está excluida del gobierno de la Iglesia. Esta forma democrática subsiste cuando la autoridad suprema se halla en toda la multitud; no en cuanto que toda la multitud mande y gobierne en acto, lo que sería imposible; sino ‘en cuanto que, como dice Belarmino (de Rom. Pont., l. 1, c. 6), allí donde está en vigor el régimen popular, los magistrados son constituidos por el pueblo mismo, y reciben de éste su autoridad; no pudiendo legislar por sí mismo, el pueblo debe al menos instituir representantes que lo hagan en su nombre’. Pero, supuesta una jerarquía divinamente constituida en el orden clerical, es a esta y no a todo el pueblo que la autoridad ha sido comunicada por Cristo; y por consiguiente, es por institución de Cristo que el derecho de constituir a los gobernantes no reside en el pueblo, y que éstos no gobiernen la Iglesia en nombre del pueblo. Para una mejor comprensión de lo dicho, observamos:
- como dice Belarmino (de mem. Eccles., l. 1, c. 2), ‘en la creación de los Obispos se contienen tres cosas: la elección, la ordenación y la vocación o misión; la elección no es otra cosa que la designación de una persona determinada a la prelatura eclesiástica; la ordenación es una ceremonia sagrada por la cual, mediante un rito determinado, el futuro Obispo es ungido y consagrado; la misión o vocación confiere la jurisdicción, y por el hecho mismo hace al pastor y al prelado’.
- Así, el hecho de elegir, de pedir y de dar testimonio, son cosas muy diferentes. En efecto, quien da testimonio en favor de alguien o pide que el tal sea elegido, no le confiere un derecho a obtener una dignidad; sino que cumple solamente la función de una persona que alaba y pide. Aquel que elige, en cambio, llama canónicamente a la dignidad, y confiere un verdadero derecho a recibirla (…)” (16).
En resumen, en las elecciones eclesiásticas el pueblo puede dar testimonio de las cualidades de un sujeto (testimonium reddere) y pedir su elección (petere), pero no puede en absoluto votar en una elección canónica y elegir entonces a un candidato para un cargo eclesiástico dándole el derecho de recibir –en cuanto persona elegida– dicho cargo. Y esta conclusión se funda en un principio que pertenece a la fe y a la voluntad del Señor: es decir, el hecho de que la Iglesia no es una sociedad democrática sino jerárquica (e incluso monárquica) (17), fundada en la distinción –de derecho divino– entre Clérigos y Laicos. Los “tradicionalistas” que atribuyen a personas que no forman parte de la jerarquía de jurisdicción, e incluso a simples fieles, el poder de elegir hasta al Sumo Pontífice, están paradójicamente contaminados con la herejía de una Iglesia democrática tan difundida entre los “modernistas”, del estilo “comunidad de base” o “la Iglesia somos nosotros”.
El Clero romano y la elección del Papa
Hemos excluido del poder de elegir al Papa a los laicos y a los Obispos sin jurisdicción (con mayor razón a los simples sacerdotes). Nos queda por ver un sujeto particular del derecho de elegir al Papa: el clero romano. Si “por la naturaleza de las cosas, y entonces por derecho divino” –escribe Journet en la pág. 977– “el poder de elegir al Papa pertenece a la Iglesia tomada junto con su jefe, el modo concreto según el cual se hará la elección, dice Juan de Santo Tomás, no ha sido determinado en ningún lugar de la Escritura: es el simple derecho eclesiástico el que determinará cuales personas en la Iglesia podrán válidamente proceder a la elección”.
El derecho eclesiástico actual (y esto, a partir de 1179) prevé que sólo los Cardenales pueden elegir válidamente al Papa. Es así que se mantiene la más antigua tradición eclesiástica que quiere que el Obispo sea elegido por su clero y los Obispos vecinos. Los Cardenales son en efecto los miembros principales del Clero romano (diáconos y sacerdotes), unidos a los Obispos de las diócesis limítrofes, llamadas suburbicarias (también ellos Cardenales). Cayetano escribe que es normal que el Papa sea elegido por su iglesia, que es la iglesia romana y la Iglesia universal, ya que el Papa es el Obispo de Roma y el Obispo de la Iglesia Católica (no 746). Cayetano prevé incluso que “habiendo muerto todos los Cardenales, les sucede de manera inmediata [en el poder de elegir al Papa] la Iglesia Romana, por la cual fue elegido [el Papa San] Lino antes de toda disposición de derecho humano que conozcamos” (no 745). “La Iglesia Romana” en efecto “representa a la Iglesia universal en el poder electivo” (no 746). Tal como nos preguntáramos acerca de la “Iglesia universal”, así debemos preguntarnos ahora quienes son los miembros de la “Iglesia Romana” que podrían elegir al Papa a falta de Cardenales, los que, de la Iglesia Romana, son los miembros principales. Cayetano explica (no 202): que la elección corresponda a tal o tal diácono o sacerdote de las iglesias romanas, llamados Cardenales, y no a otros (como por ejemplo los canónigos de San Pedro o de San Juan de Letrán), o a tal o tal otro Obispo suburbicario, y no a otros, es disposición de derecho positivo eclesiástico y no de derecho divino. La Iglesia no puede cambiar estas disposiciones de derecho eclesiástico (no 202), pero en caso de desaparición de todos los Cardenales se puede suponer que los otros miembros del clero romano podrían elegir a su propio Obispo. ¡Es evidente que para ser miembro del clero romano no basta con haber nacido o residir en Roma! Hace falta estar incardinado en la diócesis y probablemente tener el cargo pastoral del pueblo romano o de las diócesis limítrofes. Es fácil darse cuenta que tampoco en este caso se ve quien concretamente podría o querría elegir al Papa, dado que el clero romano (párrocos, obispos limítrofes, etc.) está actualmente en comunión con Juan Pablo II [Francisco].
El Papa no puede ser designado directamente por el Cielo (porque Dios no lo quiere)
Ante la gravísima situación que vive la Iglesia y que ha llevado a la privación de la Autoridad, algunos han pensado que la solución sólo podría venir de una intervención –excepcional– de Dios. Esta idea se basa en una intuición verdadera: la historia y la Iglesia están en manos de Dios, y “nada es imposible para Dios” (Lc. I, 37). Algunos han pensado en una intervención de Henoc y Elías, identificados (erróneamente, en mi opinión) con los dos testigos del Apocalipsis. Otros han emitido la hipótesis de la supervivencia del Apóstol Juan. Otros también han imaginado una elección papal hecha directamente por Cristo y los Apóstoles Pedro y Pablo (18). Y no faltan personas que han publicado profecías de Santos en favor de esta opinión (19).
Mons. Guérard des Lauriers, en su entrevista a Sodalitium (no 13, pág. 20) afirma a propósito del sedevacantismo completo: “La persona física o moral que tiene en la Iglesia calificación para declarar la vacancia total de la Sede Apostólica, es idéntica a la que tiene en
la Iglesia calificación para subvenir a la provisión de la misma Sede. Quien declare actualmente ‘Mons. Wojtyla no es papa en absoluto’ (ni siquiera materialiter)’, debe: o bien convocar el Cónclave (!), o bien mostrar las cartas credenciales que lo instituyen directa e inmediatamente Legado de Nuestro Señor Jesucristo (!!)”. Hemos demostrado hasta aquí la imposibilidad, rebus sic stantibus, de convocar un Cónclave; veamos en el presente capítulo si es posible a alguien presentarse con las cartas credenciales que lo constituirían legado de Jesucristo o su Vicario.
Más allá de la improbabilidad fáctica de un acontecimiento semejante, subrayada por los dos signos de admiración colocados por Mons. Guérard luego de exponer esta hipótesis, pienso que respecto de la posibilidad teológica de esta hipótesis, Mons. Sanborn ya había respondido correctamente:
“La segunda solución propuesta por los sedevacantistas absolutos consiste en que Cristo mismo escogerá un sucesor por una intervención milagrosa. Si Nuestro Señor hiciera tal cosa, y ciertamente podría, el hombre que eligiera para Papa sería sin dudas su vicario sobre la tierra, pero no sería sucesor de San Pedro. La apostolicidad se perdería, porque tal hombre no podría remontar su línea sucesoria hasta San Pedro por una línea ininterrumpida de sucesión legítima. Más bien, como San Pedro, sería elegido por Cristo. En efecto, Nuestro Señor estaría iniciando una nueva Iglesia.
P. ¿Pero no sería Nuestro Señor un elector legítimo? ¿Por qué no podría elegir un Papa que fuera al mismo tiempo sucesor de San Pedro?
R. Sí, obviamente, Nuestro Señor podría elegir un Papa, así como eligió a San Pedro. Pero una intervención divina, del tipo que los sedevacantistas absolutos imaginan, sería equivalente a una nueva revelación pública, lo cual es imposible. Toda revelación pública se cerró con la muerte del último apóstol, esto es un artículo de fe. Cualquier revelación que tenga lugar desde la muerte del último apóstol está en la categoría de revelación privada. Así, en el sistema de los absolutos, una revelación privada daría a conocer la identidad del Papa.
Es innecesario decir que tal solución destruye la visibilidad de la Iglesia Católica, así como también su legalidad, y hace depender de videntes su existencia misma. También está de más decir que esto deja expuesto al papado al mundo lunático de los aparicionistas.
La misión misma de la Iglesia es proponer la revelación divina al mundo. Si el nombramiento de un Papa, que es la persona misma que propone la revelación, procediera de una revelación privada, todo el sistema colapsaría. Luego, un vidente sería la más alta autoridad en la Iglesia, que podría hacer o deshacer Papas. Y no habría modo autoritativo alguno para determinar si el vidente es un engaño o no. Por último, el acto de fe de cada uno vendría a depender de la veracidad de un vidente.
Por el contrario, la Iglesia Católica es una sociedad visible y tiene una vida legal. Nuestro Señor es la cabeza invisible de la Iglesia. La Iglesia ya no podría reclamar para sí la visibilidad, si la designación de su jerarquía fuera hecha por una persona invisible, incluso por Nuestro Señor mismo.
Pero si por un momento admitimos esta posibilidad, de todas formas debemos seguir afirmando que el elegido de Nuestro Señor no sería un sucesor legítimo de San Pedro. La sucesión legítima sólo ocurre según los dictados de la ley eclesiástica o de la costumbre establecida. Pero una sucesión a través de una intervención divina no ocurre según estas dos exigencias. Luego, el elegido no sería sucesor legítimo de San Pedro” (20).
Jesús podría entonces (de “potencia absoluta”) elegir de nuevo a un Papa, pero nunca lo hará (21) (es imposible de “potencia ordenada”), ya que Él mismo ha establecido que Su Iglesia, fundada sobre Pedro, sería indefectible; “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. Y esta verdad de la indefectibilidad de la Iglesia nos da ya el motivo de fondo de lo que sostenemos en el título del próximo capítulo.
La Iglesia no puede quedar totalmente privada de electores del Papa
El Concilio Vaticano I definió solemnemente:
“Si entonces alguien dijera que no es por la institución de Cristo o de derecho divino que San Pedro tiene, y tendrá siempre, sucesores en el primado sobre la Iglesia universal, o que el Romano Pontífice no es sucesor de San Pedro en ese primado: sea anatema” (DS 3058, Const. dogm. Pastor Æternus, canon del cap. 2).
Que habrá “siempre” un sucesor de Pedro es entonces una verdad de fe; esta verdad forma parte de aquella concerniente a la indefectibilidad de la Iglesia: si la Iglesia estuviera privada de Papa, ella no existiría más tal como la fundó Jesús. Para volver al Cardenal Cayetano, “Christus Dominus statuit Petrum in successoribus perpetuum: Cristo Señor ha establecido (que) Pedro (sea hecho) perpetuo en sus sucesores” (no 746).
Naturalmente, esta definición no puede y no debe ser entendida en el sentido de que habrá siempre, en cada instante, en acto, un Papa sentado sobre la Cátedra de Pedro: durante la Sede vacante (por ejemplo en el período entre la muerte de un Papa y la elección de su sucesor), esto no sucede. ¿En qué sentido hay que entender entonces la definición vaticana?
Nos lo explica –con anticipación– nuevamente Cayetano: “impossibile est Ecclesiam relinqui absque Papa et potestate electiva Papæ: es imposible que la Iglesia sea dejada sin Papa y sin el poder de elegir al Papa” (no 744). Por consiguiente, durante la Sede vacante debe permanecer de algún modo la persona moral que pueda elegir al Papa: “papatus, secluso Papa, non est in Ecclesia nisi in potentia ministraliter electiva, quia scilicet potest, Sede vacante, Papam eligere, per Cardinales, vel per seipsam in casu: el papado, una vez fallecido el Papa, se halla en la Iglesia sólo en una potencia ministerialmente electiva, ya que esta puede, durante la Sede vacante, elegir al Papa mediante los Cardenales o, en un caso (accidental), por medio de sí misma” (no 210).
Es por tanto absolutamente necesario que –durante la Sede vacante– subsista todavía la posibilidad de elegir al Papa: lo exigen la indefectibilidad y la apostolicidad de la Iglesia (22).
La elección del Papa en la situación actual de la Iglesia
Esta era precisamente la objeción planteada por Mons. Lefebvre a los sedevacantistas, y retomada por el Padre Scott contra Mons. Pivarunas. Ciertamente una objeción no puede anular una demostración, y Mons. Pivarunas tiene razón –y el Padre Scott se equivoca– sobre el hecho de que la Sede está actualmente vacante. Pero hemos visto que si el sedevacantismo simpliciter es capaz de demostrar la vacancia de la Sede, no puede, por el contrario, explicar cómo subsista todavía hoy el poder de elegir a un sucesor. De las diversas tentativas de explicación analizadas hasta aquí, ninguna es concluyente: ni los simples fieles, ni los simples sacerdotes, ni tampoco los Obispos no residenciales pueden elegir al Papa. Por otra parte, en la perspectiva estrictamente sedevacantista, actualmente no subsistirían más cardenales ni Obispos residenciales católicos, ya que todos los existentes han adherido a la “Iglesia conciliar”, haciéndose así formalmente herejes.
La única solución posible a esta dificultad viene, en nuestra opinión, de la Tesis llamada de Cassiciacum, expuesta por el Padre Guérard des Lauriers, Tesis que los sedevacantistas se obstinan en rechazar sin darse cuenta que es la única que permite defender verdaderamente la tesis de la Sede vacante.
Según esta Tesis, en la situación actual de la autoridad en la Iglesia, el poder de elegir al Sumo Pontífice subsiste aún en la Iglesia, no en acto, formalmente, sino en potencia, materialmente, y esto es suficiente para asegurar la continuidad de la Sucesión Apostólica y para garantizar la indefectibilidad de la Iglesia.
Una elección del Papa es por el momento imposible, sea porque la Sede está aún ocupada material y legalmente por Juan Pablo II [Francisco], sea porque, como hemos demostramos en este artículo, no hay, en acto, electores capaces de proceder a esta elección.
La elección es sin embargo posible en potencia, sea porque en principio no puede ser de otra manera, como hemos visto antes, sea porque, de hecho, subsisten materialmente los electores canónicamente habilitados para elegir al Papa. Según la Tesis, en efecto, los Cardenales creados por los “papas” materialiter conservan el poder de elegir al Pontífice, de la misma manera que los Obispos nombrados por los “papas” materialiter en las diversas sedes episcopales, las ocupan materialmente y podrían, una vez retornados a la profesión pública e íntegra de la Fe, ser electores del Papa en ausencia de Cardenales. El mismo “papa” que ocupa sólo materialmente la Sede, podría, al anatematizar todos los errores y profesar íntegramente la Fe, volverse a todos los efectos Papa también formalmente. Como puede verse, la Tesis de Cassiciacum responde a las objeciones planteadas contra el sedevacantismo por los “modernistas” y por los “lefebvristas”, mientras que las otras tesis sedevacantistas no son capaces de ello. Para la demostración de este punto de la Tesis, remitimos al lector a cuanto ya hemos escrito al respecto (23).
El deber de los católicos
Llegados al final de esta exposición, evidentemente sumaria, de la cuestión de la elección del Papa en la situación actual de la Iglesia, podemos sacar algunas conclusiones.
¿Cual es actualmente el deber de los católicos? Ante todo, conservar la fe. Este deber (de conservar la fe) implica (de por sí) inmediatamente otro: el de no reconocer “la autoridad” de Juan Pablo II [Francisco] y del Concilio Vaticano II. Reconocer “la autoridad” de Juan Pablo II [Francisco] y del Concilio Vaticano II implica en efecto la adhesión a su enseñanza que está –en varios puntos– en contradicción con la fe católica infaliblemente definida por la Iglesia.
Pero el simple católico no puede y no debe ir más allá. No corresponde al simple fiel (ni tampoco a los sacerdotes y a los obispos sin jurisdicción) declarar con autoridad, oficial y legalmente, la vacancia de la Sede Apostólica y proveer a la elección de un auténtico Pontífice. Por el contrario, el deber del católico es rezar y trabajar, cada uno en su lugar y según sus competencias, para que esta declaración oficial –por el colegio cardenalicio o por el concilio general imperfecto– se haga posible. La tragedia de nuestra época –que dicta la gravedad de la crisis presente– consiste justamente en el hecho de que ninguno de los miembros de la jerarquía ha cumplido hasta hoy con esta función. Actualmente parece imposible que los obispos o los cardenales lleguen a condenar los errores del Vaticano II y pongan al ocupante de la Sede Apostólica en la condición de anatematizar también él estos errores, bajo pena de ser declarado formalmente herético (y por tanto depuesto, también materialmente, de la Sede); pero lo que es imposible para los hombres, recordémoslo, es posible para Dios. Y en este caso, sabemos que Dios no puede abandonar a Su Iglesia, porque que las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella, y porque Él estará con Ella hasta el fin del mundo.
Apéndice
Aunque no tengan relación directa con nuestra cuestión (la posibilidad de elegir un Papa en el actual estado de cosas), quedan dos problemas que sin embargo también conciernen a la elección del Papa: el de la certeza de la validez de la elección a causa de la aceptación pacífica de esta elección papal por parte de la Iglesia, y el de la santidad de la elección. Journet se refiere a ambos en la citada obra. Hablaré también yo brevemente al respecto, ya que se trata de dos argumentos que pueden servir de objeción a nuestra posición (la vacancia formal de la Sede apostólica).
La aceptación pacífica como certeza de la validez de la elección del papa
Una elección, incluida la elección del Papa, puede ser inválida o dudosa; nos lo recuerda el mismo Journet, siguiendo a Juan de Santo Tomás (L’élection du Pape. V. Validité et certitude de l’élection). “La Iglesia –escribe Journet– posee el derecho de elegir al Papa, y entonces el derecho de conocer con certeza al elegido. Mientras persista la duda sobre la elección y el consentimiento tácito de la Iglesia universal no haya remediado los vicios posibles de la elección, no hay Papa, ‘Papa dubius, Papa nullus’. En efecto, señala Juan de Santo Tomás, mientras la elección pacífica y cierta no es manifiesta, es como si esta durase todavía” (pág. 978). No obstante, toda incertidumbre sobre la validez de la elección es disipada por la aceptación pacífica de la elección realizada por la Iglesia universal: “La aceptación pacífica de la Iglesia universal, que se une actualmente a tal elegido como al jefe al cual esta se somete, es un acto en el que la Iglesia compromete su destino. Es entonces de por sí un acto infalible, e inmediatamente conocible como tal (Consecuente y mediatamente, resultará que todas las condiciones pre-requeridas para la validez de la elección han sido realizadas” (págs. 977-978). Lo afirmado por Journet se encuentra en casi todos los teólogos.
Esta doctrina incluye una objeción muy grave contra todo sedevacantismo (incluida nuestra Tesis). El Abbé Lucien no ocultaba esta dificultad cuando escribía: “Sin responder a nuestra argumentación, algunos declaran que ella [nuestra tesis] es ciertamente falsa, ya que su conclusión, según ellos, es contraria a la fe o al menos próxima a la herejía. Recuerdan en efecto que la legitimidad de un Papa es un hecho dogmático, y añaden que el signo infalible de esta legitimidad es la adhesión de la Iglesia universal. Ahora bien, señalan, durante varios años después del 7 de diciembre de 1965 [fecha a partir de la cual Pablo VI no era ciertamente más Papa formalmente], nadie puso en duda públicamente, en la Iglesia, la legitimidad de Pablo VI. Es entonces imposible, concluyen, que haya dejado de ser Papa legítimo en esa fecha, ya que la Iglesia universal continuaba reconociéndolo. Estos objetores afirman igualmente que también hoy la Iglesia universal adhiere a Juan Pablo II, ya que ningún miembro de la jerarquía magisterial lo ha recusado: ahora bien, esta jerarquía (el conjunto de los obispos residenciales unidos al Papa) representa auténticamente a la Iglesia universal” (24). Remito al lector a la magistral respuesta dada por el Abbé Lucien a esta objeción. Por un lado, recuerda que la Constitución Cum ex apostolatus del Papa Pablo IV –la cual, aunque no tenga más valor jurídico, permanece siempre un acto del magisterio– enseña una doctrina contraria (la tesis de la aceptación pacífica de la Iglesia como prueba cierta de la validez de una elección, es entonces solamente una opinión teológica). Por otra parte, subraya que esta opinión se funda en el hecho de que es imposible que la Iglesia entera siga una falsa regla de fe al adherir a un falso pontífice: esto estaría en contradicción con la indefectibilidad de la Iglesia. Ahora bien, en nuestro caso, entre los que reconocen la legitimidad de Pablo VI y Juan Pablo II [B XVI y Francisco], hay muchos que no adhieren a las novedades del Vaticano II; de hecho, estos no reconocen a Pablo VI y Juan Pablo como regla de la fe y entonces, siempre de hecho, no reconocen su legitimidad (cfr. págs. 108-111). En suma, el hecho de que numerosos católicos, implícita o explícitamente, no hayan aceptado el Vaticano II, quita a la tesis de la aceptación pacífica de la Iglesia su fuerza demostrativa en cuanto a la legitimidad de quien ha promulgado el Concilio.
La santidad de la elección
Si la objeción precedente es efectivamente importante, aquella fundada en la santidad de la elección no lo es en absoluto; pero ya que varios fieles me la han citado, me parece oportuno responder con las palabras mismas de Journet. Muchas personas, en efecto, creen erradamente que es el Espíritu Santo quien garantiza la elección inspirando a los cardenales, por lo que el elegido del Cónclave sería elegido directamente por Dios. Journet recuerda que, cuando se habla de la santidad de la elección papal, “no se quiere decir con estas palabras que la elección del papa se haga siempre con una infalible asistencia, ya que hay casos en los que la elección es inválida, en los que permanece dudosa, en los que permanece entonces en suspenso. No se quiere decir tampoco que sea elegido necesariamente el mejor sujeto. Se quiere sólo decir que, si la elección es hecha válidamente (lo que, en sí mismo, es siempre un bien), aun cuando esta fuera resultado de intrigas y de lamentables intervenciones (pero entonces lo que es pecado permanecerá pecado delante del Dios), estamos seguros de que el Espíritu Santo, el cual, más allá de los papas, vela de manera especial sobre su Iglesia, utilizando no sólo el bien, sino incluso el mal que puedan hacer, no ha podido querer o al menos permitir esta elección más que por fines espirituales, cuya bondad se manifestará a veces sin tardar en el curso de la historia, o bien se conservará secreta hasta la revelación del último día. Pero son estos misterios en los que sólo la fe puede penetrar” (págs. 978-979). En suma, la divina Providencia vela de manera muy especial sobre la Iglesia, pero esto no impide que a veces la elección papal pueda ser nula, dudosa, o que, si es válida, tenga por objeto una persona menos digna de este cargo que otra. En los últimos cónclaves Dios entonces ha podido permitir, por motivos impenetrables, que fueran elegidos sujetos que no tenían objetivamente la voluntad habitual de procurar el bien y el fin de la Iglesia, y que por tanto, aun permaneciendo los elegidos del Cónclave (“papas” materialiter), han puesto y ponen todavía un obstáculo a la recepción, por parte del Dios, de la asistencia divina y de la autoridad pontificia (no son “papas” formaliter), la cual, sin ese obstáculo, habría sido conferida al elegido del cónclave que acepta realmente la elección.
(Sodalitium no 55 ed. it.; no 54 ed. fr.)
Notas
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Es posible procurarse la carta Pro grege en la dirección [http://www.cmri.org/span-index.html].
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Peter Scott no hace más que retomar dos objeciones ya adoptadas por Mons. Lefebvre en 1979: “La cuestión de la visibilidad de la Iglesia es demasiado necesaria a su existencia para que Dios pueda omitirla durante décadas. El razonamiento de los que afirman la inexistencia del Papa pone a la Iglesia en una situación inextricable. ¿Quién nos dirá donde está el futuro Papa?
¿Cómo podrá ser designado ya que no hay más cardenales?” (Fraternité Sacerdotale Saint Pie X, Position de Mgr Lefebvre sur la nouvelle messe et le pape, suplemento de Fideliter, 1980, pág. 4). -
Pío IX, con la Constitución apostólica Cum Romani Pontificibus, del 4 de diciembre de 1869, luego de haber convocado el Concilio Vaticano I, se preocupó de precisar las condiciones de la elección pontificia, para el caso en que muriese durante el Concilio. A ejemplo de Julio II (durante el quinto Concilio de Letrán), como también de Pablo III y de Pío IV (con ocasión del Concilio de Trento), estableció que la elección fuera de competencia exclusiva del Colegio cardenalicio, con explícita exclusión de los Padres Conciliares (Insegnamenti Pontifici, La Chiesa, no 326). Esta prescripción ha sido retomada por San Pío X (Vacante Sede Apostolica, no 28) y por Pío XII (Vacantis Apostolicæ Sedis, del 8 de diciembre de 1945, no 33). La prescripción no es solamente disciplinaria, sino que tiene un fundamento en el rechazo de las teorías conciliaristas.
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Explica Journet: “En el caso en que las condiciones previstas se hubieran vuelto inaplicables, la tarea de determinar las nuevas correspondería a la Iglesia por devolución, tomando este término, como nota Cayetano (Apologia de comparata auctoritate papæ et concilii, cap. XIII, no 745), no en sentido estricto (en sentido estricto la devolución es en favor de la autoridad superior en caso de incuria de parte del inferior), sino en sentido amplio, para indicar toda transmisión, incluso la hecha a un inferior” (op. cit. págs. 975-976).
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Tommaso de Vio, llamado Gaetano (Cayetano) por el lugar de su nacimiento, Gaeta (1468-1533). Religioso dominico en 1484, comienza la enseñanza en 1493. Fue Maestro general de la orden de 1508 a 1518, participó en el V Concilio de Letrán y fue nombrado Cardenal en 1517. En 1518 fue nombrado legado de la Santa Sede para proceder contra Lutero, trabajando en la redacción de la bula de León X, Exsurge Domine, contra el heresiarca. Obispo de Gaeta en 1519, fue nuevamente legado en Hungría de 1523 a 1524. Está sepultado en Roma en la iglesia de Santa María Sopra Minerva. “Cayetano es célebre por sus clásicos comentarios de toda la Suma teológica de Santo Tomás, a los cuales permanecen ligados su nombre y su fama más duradera…
Particularmente apegado a la Sede Apostólica, Cayetano defendió con profundidad y brío sus prerrogativas en su célebre tratado ‘De auctoritate Papæ’ con relativa Apologia, que quebró las veleidades conciliaristas de Pisa (1511) y preparó anticipadamente la condenación del error galicano. (…) San Roberto Belarmino lo definía como un ‘hombre de sumo ingenio y de no menor piedad’” (Enciclopedia Cattolica, voz De Vio). -
“El primer opúsculo titulado ‘De comparatione auctoritatis Papæ et Concilii’ fue redactado por el Cardenal Cayetano –que lo acaba el 12 de octubre de 1511– en el espacio de dos meses. La ocasión de este opúsculo fue el Concilio cismático de Pisa, inducido en la época por algunos cardenales contra el Papa Julio II; es por eso que el autor se esfuerza en refutar las tesis llamadas galicanas, sostenidas desde el siglo XV con ocasión del Concilio de Constanza; ante todo la tesis de Occam y de Gerson que afirma la superioridad del Concilio sobre el Papa. Contra (esta tesis), Cayetano demuestra (…) que el Papa, como sucesor de Pedro, goza del primado, es decir, de la plena y suprema potestad eclesiástica, con todas las prerrogativas que le son anexas. El Rey de Francia, Luis XII, sometió esta obra al examen de la Universidad de París, que confió la defensa [de su propia posición] al joven y elocuente autor Jacques Almain. Al opúsculo redactado por este último, ‘De auctoritatæ Ecclesiæ, seu sacrorum Concilium eam representantem, contra Thomam de Vio, Dominicanum’ (París, Jean Granjon, 1512), Cayetano respondió por otro opúsculo, la ‘Apologia de comparata auctoritate Papæ et Concilii’, acabado el 29 de noviembre de 1512” (traducción nuestra del latín de la introducción del Padre Pollet O.P. a la reedición de ambos opúsculos de Cayetano realizada por el Angelicum, Roma, 1936).
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“Examinata comparatione potestatis Papæ ad Apostolos ratione sui apostolatus, comparanda modo est Papæ potestas Ecclesiæ universalis seu Concilii universalis potestati, nunc quidem absolute, postmodum vero in eventibus et casibus, ut romisimus. Et quoniam opposita iuxta se posita magis elucescunt, afferam primo rationes primarias in quibus consistit vis, quibus probatur Papam subesse Ecclesiæ seu Concilii universalis iudicio. Et ne contingat sæpius Ecclesiam et Concilium iungere, pro eodem sumantur, quoniam non nisi sicut repræsentans et repræsentatum distinguuntur”.
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Decimos “imperfecto” porque, en ausencia del Papa, un Concilio general es precisamente imperfecto (cfr. De comparatione, no 231, donde se habla del Concilio de Constanza que se reunió para la elección de Martín V), en cuanto que está privado de su Jefe, el cual es el único que puede convocar, dirigir y confirmar un Concilio ecuménico (can. 222; Cayetano, op. cit., cap. XVI). Recordamos que –según Cayetano– es el mismo Concilio general imperfecto el que tiene a cargo deponer al Papa herético (no 230).
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“Los prelados que están a la cabeza de un territorio propio, separado de toda diócesis con clero y pueblo, son llamados Abades o Prelados ‘nullius’, es decir, de ninguna diócesis…” (can. 319). Los Prelados o Abades nullius deben tener las mismas cualidades requeridas al obispo (can. 320§2) y tienen el mismo poder ordinario y las mismas obligaciones que el obispo residencial (can. 323§1), del cual llevan el hábito y las insignias litúrgicas (can. 325), aunque estuvieran privados del carácter episcopal.
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Los otros Abades y superiores de religiones clericales exentas, aun sin jurisdicción sobre un territorio, tienen jurisdicción sobre las personas (sus propios súbditos) independientemente del Obispo diocesano. Son entonces Ordinarios, aunque no sean Ordinarios de lugar (can. 198). También en este caso, el criterio para participar en el Concilio es la jurisdicción y no el orden episcopal.
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Como ya he probado en otra parte (F. RICOSSA, Le consacrazioni episcopali, C.L.S., Verrua Savoia, 1997), la Iglesia enseña que el Obispo no recibe la jurisdicción mediante la Consagración, sino sólo mediante el Papa, aunque el Vaticano II enseñe lo contrario. Contra esta doctrina, enseñada repetidamente por el magisterio ordinario, no sirve de nada objetar con ejemplos históricos de elecciones (y consagraciones) episcopales durante la sede vacante. Estas elecciones demuestran sólo la no ilicitud –en caso de sede vacante por ejemplo– de consagraciones episcopales, pero no demuestran que los elegidos gozaran de la jurisdicción episcopal, que sólo recibieron, con la confirmación de su elección canónica, del nuevo Papa. Esto no impide que hayan podido creer de buena fe tener jurisdicción ya antes de la confirmación papal, dado que la doctrina que defendemos (según la cual la jurisdicción episcopal viene del Papa y no de la consagración) ha sido precisada por el magisterio en períodos posteriores a estos hechos históricos, mientras que todavía era discutida en el Concilio de Trento. Señalo entre otras cosas que la doctrina de Cayetano a este propósito –también en esto fiel discípulo de Santo Tomás– es la que acabamos de recordar (cfr. no 267).
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Journet concluye remitiendo al Dictionnaire de théologie catholique, en la voz Election des papes, para “una exposición histórica de las diversas condiciones en las cuales los papas han sido elegidos”. Aprovecho para señalar cuan decepcionante es el DTC en la cuestión que estamos tratando (y no es el único caso). El redactor de la voz “elección de los papas” se limita en efecto a una exposición histórica, omitiendo en cambio los puntos de vista teológicos y dogmáticos que son mucho más importantes: un punto de vista que ha inducido a error –por omisión– a muchos lectores e investigadores.
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Por ejemplo, el editor Delacroix, que ha publicado las “Visions de la Vénérable Elisabeth Canori Mora sur l’intervention de Saint Pierre et Saint Paul à la fin des temps” y que presenta el libro como una confirmación de las conclusiones del libro del Padre Paladino, L’Eglise éclipsée?, publicado por el mismo editor, en el que se hace alusión (pág. 274) a estas visiones y a otras profecías.
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Para ser completo, transcribo la respuesta que Mons. Sanborn da a los sedevacantistas que –implícita o explícitamente– consideran en cambio como posible la solución del Cónclave: “P. ¿Por qué la solución de los sedevacantistas absolutos no es viable?
R. Porque priva a la Iglesia de los medios de elegir un legítimo sucesor de San Pedro. Destruye finalmente, su apostolicidad.
Los sedevacantistas absolutos intentan solucionar el problema de la sucesión apostólica de dos modos. El primero es el conclavismo. Ellos argumentan que la Iglesia es una sociedad que tiene un derecho intrínseco de elegir a sus propios jefes. Por lo tanto, el resto que permaneció fiel podría reunirse y elegir un Papa. Aunque esta tarea pudiera cumplirse alguna vez, presenta muchos problemas. Primero, ¿quién sería designado legalmente para votar? ¿Cómo serían legalmente designados para votar? Segundo, ¿qué principio obligaría a los católicos a reconocer al beneficiado de tal elección, como legítimo sucesor de San Pedro? El conclavismo es simplemente un nombre elegante para el reino de la anarquía, en donde los que gritan más fuerte manejan al resto. La Iglesia Católica no es una turba, sino que es una sociedad divinamente regida por sus propias reglas y leyes. Tercero, y lo más importante, uno no puede hacer el salto del derecho natural de los hombres de elegir a sus jefes, al derecho de elegir un Papa. La Iglesia no es una institución natural como la sociedad civil. Los miembros de la Iglesia Católica no poseen ningún derecho natural a designar al Romano Pontífice. Fue Cristo mismo quien originalmente eligió a San Pedro para ser el Romano Pontífice, y las modalidades de la designación a partir de entonces fueron fijadas legalmente”. MONS. DONALD J. SANBORN [Explicación de laTesis de Mons. Guérard des Lauriers, Revista Integrismo no 4, ]. Para dirigirse al autor http://www.mostholytrinityseminary.org/home.html]. -
Cuanto hemos afirmado no está en contradicción con lo que escribiera Mons. Guérard des Lauriers en la misma entrevista publicada en el no 13 de Sodalitium: “faltando M [es decir, la persona moral, los Obispos residenciales, habilitados a convocar un Concilio general imperfecto en que se dirigirían moniciones canónicas a Juan Pablo II], ¡no hay resolución ‘canónica’! Solo Jesús pondrá de nuevo la Iglesia en orden, en y por el Triunfo de Su Madre. Y será evidente para todos que la salvación vendrá de lo Alto” [Entrevista a Mons. Guérard des Lauriers]. Esta intervención divina, en efecto, no será contraria a la divina constitución de la Iglesia tal como ha sido establecida por Jesús mismo.
Un retorno de los Obispos y/o del “papa” materialiter a la profesión pública de la Fe sería (será) por otra parte un milagro de orden moral tan extraordinario que se asemejaría a la conversión de San Pablo. Bajo qué circunstancias sucederá esto, lo ignoramos. -
Sobre el tema, el lector podrá leer con provecho cuanto escribe el Padre Goupil S.J. (L’Eglise, 5ème éd., Laval, 1946, págs. 48-49) y el comentario que hace B. Lucien (La situation actuelle de l’autorité dans l’Eglise, Bruxelles, 1985, pág. 103, no 132). Ver también F. RICOSSA, Don Paladino e la Tesi de Cassiciacum, Verrua Savoia, págs. 12-22).
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B. LUCIEN, La situation actuelle de l’autorité dans l’Eglise. La Thèse de Cassiciacum, Bruxelles 1985, cap. X. D. SANBORN, De Papatu materiali [El Papado material]. La revista Le sel de la terre contesta, en su no 41, la demostración dada por Mons. Sanborn. Volveremos sobre la cuestión en el próximo número.