En la mañana del 11 de febrero de 2013, durante el consistorio, Benedicto XVI anunció su “renuncia al ministerio de Obispo de Roma, sucesor de San Pedro”, precisando que la Sede estará efectivamente vacante a partir del 28 de febrero, a las 22 hs.
Único motivo de esta decisión: la ingravescentem ætatem, es decir, la edad avanzada (y no se sabe de la existencia de otras razones).
La renuncia al Sumo Pontificado está prevista –como posibilidad– en el canon 221 del Código de derecho canónico promulgado por Benedicto XV, por lo cual, en sí mismo, una decisión de este tipo no altera la divina constitución de la Iglesia, aunque plantee gravísimas dificultades de orden práctico. Es bien sabido que las raras renuncias del pasado tuvieron lugar en circunstancias de particular gravedad en la historia de la Iglesia, por lo que el gesto realizado hoy por Benedicto XVI no puede ser equiparado con aquellos del pasado.
Se trata en cambio, como lo sugieren las mismas palabras adoptadas –ingravescentem ætatem– de la voluntad de aplicar también al oficio papal lo que ya el Vaticano II (con el decreto Christus Dominus) y Pablo VI (Motu proprio Ecclesiæ Sanctæ del 6 de agosto de 1966; Motu proprio Ingravescentem ætatem del 21 de noviembre de 1970) habían decidido para los párrocos, los obispos y los cardenales (dimisión al cumplir los 75 años; exclusión del cónclave al cumplir los 80 años para los cardenales).
Aquellas decisiones conciliares y montinianas no tenían solamente el propósito pastoral declarado de evitar tener pastores incapacitados para el ministerio por edad avanzada (y el no declarado de alejar a eventuales opositores a las reformas), sino el de transformar –al menos de facto y a los ojos del mundo– una jerarquía sagrada en una administración burocrática similar a las administraciones de los gobiernos de los modernos estados democráticos, o a los ministerios pastorales sinodales de las sectas protestantes. Hoy Joseph Ratzinger completa la reforma conciliar, aplicando incluso a la sagrada dignidad del Sumo Pontificado las modernas categorías mundanas y seculares mencionadas, equiparando también en esto al Papado Romano con el episcopado subalterno. De hecho, es muy probable que la decisión de hoy se convierta en moralmente obligatoria para sus sucesores, haciendo del Papado un cargo “temporal” y provisorio de presidente del colegio episcopal o, por qué no, del consejo ecuménico de las iglesias.
Al inicio de su “pontificado”, Benedicto XVI insistió efectivamente en el aspecto colegial de la autoridad de la Iglesia: el obispo de Roma es el presidente del colegio episcopal, un obispo entre los obispos; al final de su “gobierno”, Joseph Ratzinger ha querido presentar –como cualquier otro obispo conciliar– su renuncia.
Pero el 19 de abril de 2005, cuando Joseph Ratzinger fue elegido para el Sumo Pontificado por el cónclave, ¿aceptó verdaderamente, y no solo exteriormente, la elección? Según la tesis teológica desarrollada por el Padre M.L. Guérard des Lauriers O.P. (respecto de Pablo VI y de sus sucesores) esta aceptación no pudo ser más que exterior y no real ni eficaz, ya que el elegido demostró no haber tenido, ni entonces ni después, la intención objetiva y habitual de proveer al bien de la Iglesia y de procurar la realización de su fin. Desde aquel día, Joseph Ratzinger fue sí el elegido del cónclave, pero no formalmente el Sumo Pontífice que gobierna la Iglesia “con” Su cabeza invisible, Nuestro Señor Jesucristo. Con la decisión de hoy, en sintonía con la doctrina y disciplina conciliar y con el vivo sentimiento anti-papal heredado por él del protestantismo alemán y del modernismo agnóstico, del cual ha sido y sigue siendo el máximo exponente, Joseph Ratzinger sólo ha hecho explícito y manifiesto su rechazo a gobernar verdaderamente la Iglesia, y así deja de ser –jurídicamente– no el Papa, que nunca ha sido, sino el elegido del cónclave y el ocupante material de la Sede Apostólica.
En la ya dramática situación de la Iglesia, el gesto de hoy debilita aún más la barca apostólica sacudida por la tormenta. Es cierto que este gesto reconoce la incapacidad y la no voluntad de Ratzinger de gobernar la Iglesia, pero también es cierto que completa, como se ha dicho, la disciplina conciliar de descrédito de la jerarquía eclesiástica. Sólo la elección de un verdadero Sucesor de Pedro podría poner fin a esta crisis de autoridad, pero la composición del cuerpo electoral hace prever –humanamente hablando– que la noche será aún más profunda y que el alba todavía está lejos. Que Dios nos asista, a través de la intercesión de María Santísima y de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo.
Verrua Savoia, 11 de febrero de 2013