La oración es para el hombre fuente de luz, alimento y vida para su alma, a la vez que es uno de sus primeros deberes para con Dios. No obstante, por nosotros mismos no sabemos rezar como deberíamos, por ello hemos de dirigirnos a Dios diciendo “Señor, enséñanos a orar” (Lucas 11, 1); y Él nos enseña a orar sobre todo a través de la Liturgia de la Iglesia, nuestra madre: san Pablo nos dice que “el mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; mas el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inefables” (Rom. 8, 26). La oración de la Iglesia es, por lo tanto, aquella que penetra mejor en el corazón de Dios y es la más eficaz y poderosa que pueda existir, siendo siempre escuchada. La oración de la Iglesia es su liturgia, con la cual la Esposa de Cristo reza en sus templos extendidos por toda la tierra, para rendir a la Ssma. Trinidad el culto público en nombre de todo el género humano. En los primeros siglos de la Iglesia, los fieles participaban cada día en gran número en las vigilias y oraciones públicas de la Iglesia, y tenían, en consecuencia, un mayor conocimiento de la liturgia de la Iglesia. Un hábito loable que, con el pasar del tiempo, terminaría perdiéndose. Dom Guéranger deplora justamente el abandono de tales prácticas por parte de los hijos de la Iglesia católica: «Han pasado ya muchos siglos desde que los pueblos, absorbidos por los intereses terrenos, dejaron de celebrar las santas Vigilias del Señor y las místicas Horas del día. Cuando el racionalismo del siglo XVI las diezmó en beneficio del error, hacía ya mucho tiempo que los fieles sólo se unían exteriormente a la oración de la Iglesia los Domingos y días festivos. El resto del año, las pompas litúrgicas se venían realizando sin la participación del pueblo, que de generación en generación iba lamentablemente olvidando lo que había sido el sustento nutritivo de sus padres. La oración privada sustituía a la oración social: el canto, que es la expresión natural de los anhelos y aun de las quejas de la Esposa, se reservaba para los días más solemnes. He ahí la primera y fatal revolución de las costumbres cristianas.
(…) Llegó la Reforma, y lo primero que hizo fue herir el órgano vital de las sociedades cristianas: hizo cesar el sacrificio de la alabanza. Cubrió la cristiandad con la ruina de nuestras iglesias; los clérigos, vírgenes y monjes fueron expulsados o martirizados y los templos que lograron salvarse, fueron condenados al mutismo en gran parte de Europa. En el resto, y sobre todo en Francia, la voz de la oración se hizo más débil, porque muchos de los santuarios devastados no se levantaron ya de sus ruinas. De esta suerte la fe disminuyó, el racionalismo tomó proporciones alarmantes, de forma que, en nuestros días, la sociedad humana parece bambolearse sobre sus bases. No fueron los últimos, los violentos destrozos que llevaron a cabo los calvinistas. Francia y otros países católicos se vieron invadidos por el espíritu del orgullo que es enemigo de la oración porque, según él, la oración no es acción; como si toda obra buena del hombre no fuese un don de Dios, un don que supone una petición previa y una acción de gracias consiguiente» (Dom Guéranger, El año litúrgico, introducción general).
Después de todo esto, para completar la obra de destrucción del culto católico, vino la reforma litúrgica querida por los modernistas y puesta en práctica por un personaje como Pablo VI (hecho “santo” recientemente por Bergoglio…), quien durante su juventud se había embebido de la corriente desviada del movimiento litúrgico, y que ya en 1931 como capellán de la FUCI, lamentaba “las peregrinaciones de devotos frente a las estatuas de cartón piedra y la inútil y malsana cantidad de candelabros, palmas y flores frente a una liturgia desnuda y esencial…” (citado por Yves Chiron, Paul VI. Le pape écartelé). Pablo VI, Bugnini y la camarilla modernista, con la nueva misa y la nueva liturgia, en 1969, pretendieron la ruptura con la tradición litúrgica de la Iglesia y buscaron una espuria restauración de la liturgia primitiva de la Iglesia, creando un rito ex novo gravemente irreverente para con Dios, que destruye la doctrina católica y la fe en los corazones y en las mentes de los fieles.
La nueva misa ha tenido como consecuencia, entre otras, una disminución escalofriante de la práctica religiosa (que hoy se sitúa en el 20% frente al 80% antes del Concilio), una ignorancia cada vez más extendida del catecismo, de la doctrina católica y de la liturgia católica entre las nuevas generaciones. Muchas cuestiones, como el conocimiento de los tiempos litúrgicos, que tiempo atrás eran vividas y se daban por sentadas por los católicos, actualmente requieren de una adecuada catequesis.
El cardenal Schuster escribe en su Liber Sacramentorum: “la Sagrada Liturgia no solamente representa y expresa lo inefable y lo divino, sino que, mediante los Sacramentos y las fórmulas eucológicas, lo produce, por decirlo así, y lo realiza en las almas de los fieles, a las cuales comunica las gracias de la redención. Puede afirmarse que la misma fuente de santidad de la Iglesia está toda comprendida en su liturgia, puesto que sin los divinos sacramentos la Pasión del Salvador no tendría ninguna eficacia sobre nosotros, en la presente economía instituida por Dios, por falta de instrumentos aptos para transmitir los tesoros”.
El Año Litúrgico es la oración oficial de la Iglesia, que se extiende a lo largo del año e indica el orden de las distintas solemnidades religiosas que se suceden con una conexión lógica, trayendo consigo recuerdos, meditaciones y afectos en el corazón de los católicos. La división del Año Litúrgico no se hace por meses, estaciones o por periodos regulares de tiempo. La Iglesia fundamenta la división del Año Litúrgico sobre tres grandes acontecimientos de la Redención del género humano: Navidad, Pascua y Pentecostés. El año resulta de esta manera dividido en tres grandes tiempos, aunque no tienen la misma duración. Los misterios del Salvador hacia el camino de la Redención son, pues, venerados mediante el ciclo festivo que va desde el Primer Domingo de Adviento, pasando por la Navidad, la Cuaresma, la Pascua y los 24 domingos después de Pentecostés, armonizando maravillosamente el orden lógico y cronológico para abrazar todo el año civil.
Os deseamos que este calendario del 2021 os haga progresar a todos vosotros en el servicio y amor de Dios, mediante una mejor comprensión de la divina Liturgia. Recordemos siempre el adagio católico “Lex orandi, lex credendi”, la ley de la oración es la ley de lo que se cree, es decir, de nuestra Santa Fe.