Domingo XIº después de Pentecostés
(Oratorio de Módena)
Texto de la homilía:
Las dos lecturas de la Misa del día nos presentan:
- Un pasaje del Evangelio según San Marcos. Jesús cura a un sordomudo. Pudiendo hacerlo solamente con la fuerza de su palabra quiere sin embargo hacer uso de los gestos: toca con su mano y con la saliva sus oídos y la lengua, insinuando de esta manera el poder de los sacramentos, los cuales se realizan mediante los actos humanos externos obteniéndonos la gracia, la curación interior y el don sobrenatural de la gracia. Este rito del “efetá” -la palabra que pronuncia Jesús- “abríos”, se repite en el bautismo. Es bonito ver este gesto realizado por Jesús desde un nivel todavía más elevado, hecho no para curar un cuerpo sino santificar un alma.
- El pasaje de la epístola de San Pablo a los Corintios nos dice muchas cosas: nos habla del testimonio de las apariciones de Cristo, de la importancia, una vez más, de la gracia. Pero no insisto sobre ello porque sería ya la tercera vez que me repito. Después sigue con estas palabras tan conocidas: “Tradidi quod et accepi” (“Yo os transmito aquello que he recibido”, dice San Pablo a los Corintios). El apóstol, el predicador, el sacerdote, el pontífice no han de dar su propia doctrina, sino la doctrina de Dios, la palabra de Dios, aquello que Dios ha revelado mediante su Hijo Divino Jesucristo. Aquello que he recibido es lo que os transmito a vosotros. Este es el verdadero y auténtico concepto de tradición: es la transmisión de la palabra divina revelada infalible e íntegramente. Sobre lo que Dios ha revelado no se puede suprimir ni añadir una línea, solamente escrutar más profundamente el misterio revelado y esto atañe antes que a nadie a la Iglesia, que es la depositaria infalible.
Esto sirve para todos los puntos de la doctrina, si bien es verdad que algunos son los principales misterios de la fe: la Trinidad, la Redención, la Encarnación… Pero no hay ninguna verdad revelada que no deba ser transmitida, ninguna que pueda ser cambiada, alterada, olvidada, negada, omitida o añadida.
Pues bien, esta semana como habréis sabido y porque se ha hablado, aunque no mucho, en la prensa y en los medios de comunicación se publicó un Reescrito de la Congregación para la Doctrina de la Fe, aprobado por Bergoglio y acompañado por una carta de la misma Congregación para explicar este texto en el cual se modifica la doctrina sobre la pena de muerte en el así llamado Catecismo de la Iglesia Católica, que en realidad no lo es, porque era ya un Catecismo Conciliar querido por Wojtyla.
¿Es necesario decir algo sobre el tema (os lo digo no como un tema de devoción, sino como formación doctrinal del buen cristiano)?
Lo que se viene a afirmar con este cambio, pero que ya venía preparándose con las continuas cesiones que datan desde el Concilio, es que la pena de muerte es siempre inadmisible. ¿Qué quiere decir esto? Que, para un cristiano, por la palabra de Dios basada en el Evangelio (mejor sin precisar el cómo ni dónde) la pena de muerte sería siempre una violación de la ley y bondad divinas. Esto es lo que se afirma. Más aún, aunque en los periodos históricos pueden darse diferentes circunstancias, cuando se ha aplicado en el pasado la pena de muerte se ha violado siempre el Evangelio, consciente o inconscientemente. Este es el fundamento de esta enseñanza con la cual, se dice, se corrige el Catecismo. Y ya por decir esto se entiende que algo no cuadra.
Luego se dan tres motivos por los cuales la pena de muerte sería inadmisible para un cristiano. El primero es la dignidad de la persona humana. Este es el motivo que se dio en el Concilio para afianzar la doctrina sobre la libertad religiosa, esto es, la libertad que la Iglesia y el Estado deben otorgar a todas las confesiones religiosas y a los irreligiosos para practicar libremente y difundir el propio culto y la propia fe, incluidas las erróneas, equivocadas o incluso de los que tienen falta de fe. Esta es la doctrina sobre la libertad religiosa. ¿Y sobre qué se fundamente esta doctrina? El título del documento conciliar lo señala correctamente: “Dignitatis humanae personae”, la dignidad de la persona humana. ¿Y cuál es el primer argumento mencionado ya en este documento para sostener que la pena de muerte es siempre ilícita? La dignidad de la persona humana.
¿Cuál es el segundo argumento? La modificación en el concepto de ley: qué es la ley y qué es la pena. ¿Ha habido un cambio? Sí, pero es necesario ver quién lo hizo. Este cambio, evidentemente, ha sido aprobado: la idea de ley y de pena que existía en los siglos pasados era errónea; la idea de ley y de pena actuales es, sin embargo, la correcta. La tercera razón es, no obstante, la más “de andar por casa”, concreta y práctica, a la vez que engañosa, aunque podría ser defendible. Es cuando se afirma que con los actuales sistemas de encarcelamiento ya no existe el riesgo de reiteración del delito y por lo tanto es innecesaria la pena de muerte. Es engañoso este argumento porque los hechos lo desmienten continuamente, siendo muchos los criminales que son culpables de gravísimos delitos y que posteriormente, por los métodos modernos de encarcelamiento han salido y han cometido las mismas culpas gravísimas. Me viene a la mente el ejemplo del monstruo de Circeo, Izzo, que mató a las chicas con un sadismo espeluznante y fue puesto en libertad en base a estos famosos métodos que existen hoy en día y la primera cosa que hizo fue asesinar a otras dos. Evidentemente el argumento no es el más serio, es el más de “andar por casa” y lógicamente el más discutible.
Hay también otra cuestión planteada en este documento y se trata de cómo conciliar esta afirmación: la ilicitud siempre de la pena de muerte con la práctica y la doctrina de la Iglesia, que sin embargo ha defendido siempre la legitimidad de la pena de muerte.
Tratemos de ver brevemente -intentaré no alargarme demasiado, puesto que no es una conferencia- estos cuatro puntos, es decir, las tres argumentaciones más la cuestión última, que es la más grave, y su conciliación con la doctrina de la Iglesia.
En primer lugar se dice que esta nueva decisión sobre la ilicitud siempre de la pena de muerte se inspira en el Evangelio. Ahora bien, en el Evangelio no encontramos ninguna palabra de Jesucristo contra la pena de muerte. Como sabemos en el Antiguo Testamento, que es siempre palabra de Dios; en la ley de Moisés, que es ley divina y que servía tanto para la guía espiritual de las almas como de ley temporal para guiar al pueblo, contemplaba en muchos casos la pena de muerte. ¿Quién estableció en la ley antigua la pena de muerte? Dios. Si por lo tanto la pena de muerte es siempre ilícita en todos los periodos de la historia humana porque es contraria a la dignidad de la persona humana que no varia a lo largo de los siglos, entonces el primer culpable de haber violado la ley de Dios es Dios. Aquí vemos rápidamente una blasfema contradicción: ¿Cómo puede pecar Dios?, ¿Cómo puede ir Dios contra Dios? O, ¿Es que acaso el Dios de la antigua ley es un Dios malvado y creemos que luego ha venido un Dios bueno? También esto es una blasfemia.
Sin duda las disposiciones legales del Antiguo Testamento no están ya en vigor. Los protestantes, que parecen amar más la antigua ley que la nueva y que además tienen un concepto equivocado sobre la Escritura y de la Biblia, actúan a veces como si las normas de la antigua ley siguieran en vigor. Tanto es así que existen sectas protestantes que conservan como día festivo el sábado y no el domingo, justo por este motivo. Siguen siendo hebreos. Esto se ve por ejemplo en los Estados Unidos donde la pena de muerte es querida por muchas personas, precisamente por motivos culturales: el protestantismo que yace en el fondo. Para ellos la Biblia dice que debe existir la pena de muerte, luego necesariamente la hay. Esto no es verdad ya que las prescripciones de la ley antigua, aún viniendo de Dios y aún siendo divinas, eran sin embargo provisorias. Con la llegada de la nueva ley decayeron (no los mandamientos de Dios, sino las prescripciones puramente mosaicas) y consiguientemente las prescripciones de la ley antigua perdieron su vigor. Ya no estamos obligados a circuncidarnos, ni a celebrar el sábado -de hecho no debemos hacerlo-, del mismo modo que lapidar a las adúlteras y ni este género de cosas.
¿Qué vemos en el Evangelio? Vemos la mansedumbre y la bondad de Jesús. A la adúltera – en el caso de la adúltera- Jesús no dice, ya que en su tiempo la ley mosaica seguía todavía en vigor: “el Padre se ha equivocado” o “está prohibido lapidar”; sino que dice: “quien esté libre de pecado, tire la primera piedra”, “lanzad esta primera piedra”. No obstante nadie tiene el coraje de lanzarla. Naturalmente por esto se ve la mansedumbre, la misericordia de Jesucristo y también el espíritu del Evangelio, por el cual la Iglesia, aun pudiendo teóricamente -sin dejar de ser sociedad perfecta- imponer la pena de muerte, abomina el derramamiento de sangre. Y como Iglesia, es decir, sociedad religiosa fundada por Jesucristo, “aborret sanguine”, abomina el derramamiento de sangre y no lo contempla en sus mismas leyes penales. Si buscáis en el Código la pena de muerte no la encontraréis.
Y diréis, pero en la Ciudad del Vaticano (y anteriormente en los Estados de la Iglesia) existía la pena de muerte. Es cierto, la había. Pero no en la Iglesia en cuanto Iglesia, sino en el Estado que era un Estado gobernado por el papa. Una cosa es el poder temporal, aunque fuera ejercido por una autoridad espiritual y otra cosa es el poder espiritual ejercido por la autoridad espiritual. La Iglesia en cuanto Iglesia es misericordiosa, perdona -lo antes posible- y otras veces llega a castigar, pero no hasta el punto de aplicar la pena de muerte. El Estado, sin embargo, debe procurar el bien común temporal de la sociedad y entre las penas puede legítimamente aplicar la pena de muerte.
¿Quién ha afirmado que con el Nuevo Testamento la pena de muerte pasa ser ilícita? ¿Quién lo ha dicho? Los herejes medievales: los valdenses. Los valdenses sostenían que la pena de muerte era ilícita y pretendían basar esta teoría propia en el Evangelio. Pero por ello y por mil motivos más fueron excomulgados y condenados por la Iglesia; así pues no es cierto que el Evangelio prohíba la pena de muerte. De hecho san Pablo, que era apóstol de Jesucristo, elegido y mandado por Jesucristo para llevar la fe al mundo entero, no solamente no ha condenado nunca la pena de muerte, cosa que hubiera hecho si fuera contra el Evangelio; sino que la ha aprobado, puesto que hablando de la autoridad secular del Estado dice: “no en vano lleva la espada para la venganza y el castigo de los delincuentes”. La espada, según el derecho romano, corresponde al “ius gladii”, es decir, corresponde a la autoridad imponer la pena de muerte a los criminales. Así pues, san Pablo alaba que el Estado castigue a los criminales incluso con este extremo método para los delitos más graves. Por lo tanto fundar en el Evangelio y el Nuevo Testamento la condena absoluta de la pena de muerte es ir contra el Evangelio y falsificar el Nuevo Testamento. Si se quiere afirmar que el espíritu cristiano se inclina a la misericordia y al perdón, es verdad, pero si se pretende afirmar que la ley de Cristo prohíbe la pena de muerte es una mentira. Además de ser una mentira calumniosa contra la Iglesia que durante siglos y siglos aprobó la pena de muerte y la aceptó en cuanto Estado en sus propios códigos penales, admitiendo de este modo el mal y apartándose del Evangelio; lo cual es inconcebible y blasfemo, ya que la Iglesia es santa y no puede haber esperado 2000 años para entender lo que realmente decía el Evangelio.
Pero, ¿Cuáles son los tres motivos que enumera este documento para sostener la ilegitimidad de la pena de muerte? No se entiende si son necesarios los tres o si con uno ya basta, pero en la lógica de las cosas cada uno es válido por sí mismo, por lo que con solo uno bastaría.
El primero es el de la dignidad de la persona humana. Se afirma: “la dignidad de la persona humana no se pierde ni siquiera con el pecado”. Ahora veamos, ¿En qué consiste – y esta es una verdad de derecho natural- la dignidad de la persona humana? Consiste en el hecho de que la persona humana, a diferencia de las bestias, está dotada de inteligencia y libre voluntad. Y, ¿En qué consiste la dignidad de tener inteligencia y libre voluntad? En que la inteligencia se adhiera a la verdad y la libre voluntad se adhiera al bien. Por lo tanto el hombre conserva su propia dignidad si con la inteligencia se adhiere a la verdad, particularmente a la Verdad Primera que es Dios, y con la voluntad se adhiere al bien. Por ello santo Tomás explica y León XIII retoma esta cuestión en su encíclica sobre la libertad, en lugar del falso concepto de libertad que sucede cuando el hombre a través del error y de la herejía difunde la falsedad y cuando éste se adhiere al mal y al pecado, perdiendo así la propia dignidad.
Ciertamente no pierde su propia naturaleza humana que en este sentido es inalienable, pero pierde en acto la propia dignidad y se convierte en algo peor que las bestias, ya que las bestias cuando hacen algo cruel siguen su propia naturaleza. Al contrario, cuando el hombre, que teniendo inteligencia y voluntad para llegar a la verdad y hacer el bien llega, por decirlo de alguna manera, a prostituir estas facultades hace todo lo contrario: lo falso y lo malo, hundiéndose aún más, peor que las bestias. Así pues, un hombre que comete un crimen no tiene garantizada la dignidad de la persona humana, por lo que tampoco puede ser preservado de la pena, ni siquiera de la capital. Es más, en el sufrimiento heroico por la expiación de su propio pecado a través de la pena capital, es cuando el criminal recupera su propia dignidad.
Llegamos entonces al segundo error que, sin embargo, viene presentado como argumento contra la pena de muerte: es el nuevo concepto de ley. En la carta que acompaña el Rescrito se explica que es lo que quiere decir. El nuevo concepto de ley es el del Iluminismo, no el del Evangelio, según el cual la ley y la pena debían siempre ser reeducativas, nunca punitivas, en venganza del mal cometido. Ahora bien, es verdad que la pena si es posible debe ser reeducativa, no obstante la pena no es solamente reeducativa; sirve a la justicia para dar a cada uno aquello que le es debido: a quien hace el mal, la pena; a quien hace el bien, el premio. Luego, dar una pena a quien comete el mal, aún sin reeducación, reestablece el orden violado por la culpa, por el pecado, por el crimen. Así como quien hace daño ha de pagar una penitencia (no basta decir que he cambiado, sino que he de hacer penitencia), del mismo modo la pena es precisamente una penalidad que debe hacer sufrir a quien ha cometido el mal. Y a las culpas más graves puede entonces, aunque no necesariamente, corresponder la pena de muerte. Si la pena se aplicara siempre en orden a la rehabilitación del culpable y nunca se admitiera como simple castigo por el mal, entonces Dios sería también un criminal porque con el infierno castiga a quien es imposible reeducar. El condenado no cambia, permanece malo por mucho que se le castigue, justamente por ello es castigado con una pena simplemente vengativa.
Si las penas vindicativas son inmorales, como dicen los iluministas – Beccaria, Kant…-, entonces el infierno es inaceptable, y de hecho para los modernistas el infierno es inaceptable. Todavía no lo dicen claramente, pero en la próxima corrección del Catecismo probablemente lo dirán, con el Rescrito nº2.
Tercer motivo: he dicho ya que es un poco ridículo y por lo tanto de poco valor y desmentido por los hechos.
Entonces, ¿Cómo explicar el cambio en la doctrina? Se afirma que el cambio en la doctrina no es una contradicción respecto de la enseñanza precedente, ni de la enseñanza de Wojtyla que prácticamente eliminaba la pena muerte, aunque aún no afirmaba que era siempre ilícita en teoría; ni de la enseñanza católica que en su lugar afirma que la pena de muerte es legítima, aunque no obligatoria. Es legítima.
Y lo afirma claramente, sin problemas. ¿Cómo es posible afirmar primero que la pena de muerte es lícita y luego decir que la pena de muerte es ilícita? O bien, la pena de muerte es siempre lícita, o la pena de muerte es siempre ilícita. Se dice que no es una contradicción, sino un desarrollo coherente de la doctrina. Pero un desarrollo para ser coherente no puede llegar a la negación del punto de partida, se puede profundizar. La pena de muerte es legítima, pero en muchos casos no será oportuna y esto es posible con una profundización: en algunos siglos perversos o bárbaros era más fácil tener un espíritu cruel, no en cambio en la actualidad. Aunque en la actualidad en nuestros hospitales se maten a los niños y nadie lo vea, aunque no haya pena de muerte.
Sin embargo si decimos que es siempre ilícita, entonces no hay ningún desarrollo coherente, sino contradicción. La única posibilidad de ver una coherencia es en la idea modernista de desarrollo, o sea, la evolución de los dogmas. Para los modernistas Jesucristo dijo algo, aunque casi nadie sabe qué ha dicho. De hecho no sé si Spadaro o uno de los jesuitas cercanos a Bergoglio, o el superior general de los jesuitas, dijo: poco sabemos de lo que dijo Jesús, en aquel tiempo no existían grabadoras. ¡Bravo! Jesús dijo algo, ¿qué dijo? No se sabe muy bien. Así pues el desarrollo consiste en el hecho de que con el paso del tiempo la Iglesia interpreta esta semilla lanzada por Jesús que evoluciona hasta decir todo lo contrario. Esta es la idea de la evolución de los dogmas del modernismo. Para el modernismo si las verdades de fe no cambian continuamente, adaptándose a la mentalidad del hombre moderno, dejan de tener vida y están muertas. La vida está en el ir cambiando siempre.
No obstante, siguiendo la lógica y creyendo que Jesús es Dios, sabemos aquello que Dios ha revelado y sabemos que la verdad no cambia, entonces sabemos que esta modificación es contradictoria, contraria e inadmisible.
Otras personas, como yo, antes que yo y seguramente mejor que yo han comentado críticamente esta decisión, este documento. Sin embargo luego dicen: el Papa se ha equivocado. Esto sostiene la Fraternidad de San Pío X. Pero, ¿Cómo puede equivocarse el Papa, que es la regla próxima de nuestra fe y aquél que debe guiarnos por el camino de la Verdad y de quién Jesús ha dicho “quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quién a vosotros desprecia, a mí me desprecia”? ¿Cómo puede el Papa engañar a las almas a él confiadas y en lugar de enseñar la verdad, enseñar el error conduciendo a las almas al abismo? Es imposible. No puede ser legítimamente sucesor de Pedro y vicario de Cristo aquél que va contra Cristo y la verdad revelada por Cristo. Igual que Dios no puede ir contra Dios, así el vicario de Cristo no lo es si va contra Cristo. Es algo bastante claro y sencillo, aunque enorme en las consecuencias. Pero aquellos que quieren conciliar, también en esto, lo inconciliable, como la Fraternidad de San Pío X y similares, son capaces de todo.
Capaces también de ofender el Papado y la Iglesia, acusándola de abandonar la verdad aunque manteniendo una autoridad a la cual se dicen fieles y devotos, aunque luego en realidad la sigan solamente cuando les es cómodo. Esto es, cuando les otorga permisos y privilegios pero no cuando dice algo que a ellos no les gusta. Nosotros no estamos y no podemos estar de acuerdo con esto y por eso estamos aquí.
Me he extendido demasiado, pero creo que era oportuno hacer esta aclaración. Que el Señor nos mantenga fieles a la doctrina revelada y no perder ni siquiera una “iota”, es decir, ni siquiera lo mínimo, porque todo lo que sale de la boca de Dios y así nos ha sido transmitido nosotros debemos creerlo fielmente. “Os he dado lo que recibí”. Este es el verdadero apóstol y esto, en nuestra pequeñez, es lo que debemos hacer: transmitir a las generaciones futuras la misma fe apostólica que hemos recibido de los apóstoles y que ellos han recibido de Cristo.
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.