Oración escrita por San Pedro Canisio (1521-1597), de la Compañía de Jesús, apóstol de la Contrarreforma en Alemania, llamado “martillo de los herejes”. Fue beatificado por el Papa Pío IX en 1868 y canonizado por Pío XI en 1925, que lo nombró doctor de la Iglesia.
Para mi salvación, confieso en voz alta todo lo que los católicos, con razón han creído siempre en sus corazones. Aborrezco a Lutero, odio a Calvino, maldigo a todos los herejes; no quiero tener nada en común con ellos, porque no hablan ni escuchan rectamente, y no poseen la única regla de la verdadera fe propuesta por la Iglesia, una, santa, católica, apostólica y romana. Me uno en comunión con Ella, abrazo la fe, sigo la religión y apruebo la doctrina de los que escuchan y siguen a Cristo, no sólo cuanto se enseña en las Escrituras, sino incluso en los Concilios Ecuménicos y lo que se define por boca de la Cátedra de Pedro, testificándola con la autoridad de los Padres. También me declaro hijo de la Iglesia Romana, a la que los impíos y blasfemos persiguen, desprecian y abominan como si fuera anticristiana; no me alejo en ningún punto de su autoridad, ni me niego a dar la vida y derramar mi sangre en su defensa. Creo que la salvación por los méritos de Cristo sólo podemos alcanzarla en unidad
de esta misma Iglesia.
Con San Jerónimo, declaro permanecer unido con todos los que están unidos a la Cátedra de Pedro, con San Ambrosio, prometo seguir en todo a la Iglesia Romana a la que reconozco respetuosamente, con San Cipriano, como la raíz y madre de la Iglesia universal . Me baso en esta fe en la doctrina que aprendí de niño, que de joven confirmé como me la enseñaron los adultos y que, hasta ahora, con mis débiles fuerzas defendí. Para hacer esta profesión no me mueve otra razón que la gloria y el honor de Dios, la conciencia de la verdad, la autoridad canónica de la Santa Escritura, el consenso de los Padres de la Iglesia, el testimonio de fe que debo dar a mis hermanos y, finalmente, la salvación eterna en el Cielo y la felicidad prometida a los verdaderos creyentes.
Si se da el caso de que debido a mi fe, soy despreciado, maltratado y perseguido, lo consideraré como una extraordinaria gracia y favor, porque significará que Vos, mi Dios, me concedéis la oportunidad de sufrir por la justicia y no queréis que me sean benévolos aquellos que, como enemigos declarados de la Iglesia y de la verdad católica, no pueden ser vuestros amigos. Sin embargo, perdonadlos, Señor, porque instigados por el diablo, y cegados por el brillo de una doctrina falsa, no saben o no quieren saber lo que hacen.
Concededme esta gracia, tanto en la vida y como en la muerte, y que siempre sea testigo fidedigno de la sinceridad y fidelidad que os debo a Vos, a la Iglesia y a la verdad, que no me aleje de vuestro santo amor y que permanezca en comunión con aquellos que temen y guardan vuestros preceptos en la Santa Iglesia Romana, a cuyo juicio me someto yo y todas mis obras, con ánimo pronto y respetuoso. Que todos los santos, triunfantes en el cielo o militantes en la tierra, unidos indisolublemente en el vínculo de la paz con la Iglesia Católica exaltando vuestra inmensa bondad, rueguen por mí. A Vos, que sois el principio y fin de todos mis bienes, sea todo honor y gloria por los siglos de los siglos.