La misericordia de la Iglesia se manifiesta especialmente cuando un cristiano está a punto de morir: así, por ejemplo, todos los impedimentos que el derecho eclesiástico impone para la validez de un matrimonio pueden ser dispensados por el obispo, el párroco, incluso por un simple sacerdote (cf. cánones 1043-1044 del código realizado por San Pío X y promulgado por Benedicto XV). Sólo dos impedimentos no pueden ser dispensados, ni siquiera en aquel momento, ni siquiera para dar paz a la conciencia del moribundo, y esto a pesar de la ley suprema para la Iglesia de la salvación de las almas; y uno de estos dos es el impedimento que proviene de la recepción del sacerdocio. Las órdenes sagradas recibidas hacen nulo e inválido el matrimonio (can. 1072) y ni siquiera la llegada de la muerte, del juicio y de la eternidad pueden romper ese juramento que el sacerdote hizo a Cristo (cf. can. 1043-1044).
Así es, y así era para muchos cristianos hasta el Vaticano II. Cuando Giovanni Battista Montini abrió la puerta a una mortal misericordia, tantísimos sacerdotes abandonaron hábito y altar recibiendo con gran indulgencia en cierto sentido la autorización, y entonces –inevitablemente– el aliento para abandonar al Esposo por una esposa, con escándalo del simple fiel al cual la Iglesia –ya no el Estado– prohibía el divorcio y el abandono del cónyuge.
Ahora la “misericordia” de Jorge Mario Bergoglio ha quitado la “injusta” diferencia entre consagrados y laicos: la “comunión” eucarística podrá darse a los sacerdotes infieles a su vocación así como a los cónyuges infieles al vínculo matrimonial. Para cerrar el “Año Santo” de la Misericordia, J.M. Bergoglio, con un gesto simbólico, quiso visitar en Roma, en Ponte di Nona, el 11 de noviembre, a siete parejas compuestas por sacerdotes “que colgaron la sotana” (como dice el pueblo) y sus familias.
En otro contexto, con la reafirmación de la exigencia de la vida cristiana y de la consagración a Dios, una visita discreta a las almas tan espiritualmente necesitadas habría sido sin duda innovadora, pero no necesariamente contraria al Evangelio, que empuja al Pastor a la búsqueda de la oveja perdida, para perdonar, para hacer misericordia, para salvar a la que había perdido.
Pero en el clima y contexto actual de laxismo y naturalismo, ¿que pensarán los perdidos, que pensará el pueblo cristiano, que pensará el clero? Bergoglio, luego de haber elogiado al reformador Lutero al recibir a los “peregrinos” luteranos en Roma, y luego de haberlo nuevamente elogiado en Suecia (siguiendo entonces la “tradición” de sus inmediatos predecesores), ¿cómo podría olvidar a los sacerdotes que colgaron la sotana? También Lutero se arrancó sotana y hábitos para unirse sacrílegamente con una religiosa; es justo visitar a quienes como él se arrancaron los hábitos sin causar a la Iglesia y a las almas el daño que causó el “reformador” alemán.
La misericordia de Bergoglio no es la de Cristo, que perdona, sí, pero que reprocha, que sana y cura del pecado, sino que es la misericordia luterana, la del manto de los méritos de Cristo puesto sobre las miserias de un hombre que no puede no pecar y por tanto no quiere dejar de pecar, y que además se enorgullece del pecado (cf. discurso del 9 de febrero de 2016). El encuentro con los “sacerdotes” infieles a su “sacerdocio” no puede consolarlos: llegó último después de aquellos con divorciados cohabitando, con parejas homosexuales, con “transexuales”, con ateos anticristianos (Pannella, Bonino, Scalfari, etc…) y acatólicos de toda clase. A todos se les dijo –con el Evangelio– “yo tampoco te juzgo”; pero a ninguno se les agregó las palabras de Cristo: “vete y no peques más”.